Confieso haber considerado arrojarme del bus o dejarme llevar hasta que otro gritara. Pero fui mejorando. Dominar esa rutina fue una de las aventuras que me llevaron a amar esa ciudad.
Cada vez que me encuentro con alguno aburrido con la vida le aconsejo que se marche y se reinvente en otro lado. Ser otro en otro lado fue mi mantra salvador hace treinta años, cuando la ciudad de la enferma verraquera me tenía ya sin fuerzas y sin ganas de seguir respirando. El aspirante a suicida podrá argumentar que el esfuerzo de marcharse no se justifica; pero, si aún conserva alguna chispa de entusiasmo, entenderá que entre la nada y la aventura es preferible la segunda. Con el cambio de escenario la sensación de acorralamiento suele disiparse y uno descubre que el mundo es más variado e interesante que lo que su pueblecito agobiante podía mostrarle.
Así llegué a la ciudad de los crepúsculos, un lugar que recordaba con cariño porque allí conocí el mar y el amar, donde el sueño de escribir –el último que me quedaba– me parecía menos imposible. Cada vez que se abandona un lugar donde vivimos mucho tiempo nos vemos obligados a rehacernos, a aprender cosas sencillas y complejas, como un niño que aprende a hablar o caminar.
De aquellos primeros días en la ciudad de los crepúsculos recuerdo sobre todo mis nuevas relaciones con el aire. Era como haber llegado a otro planeta. La luz y los sonidos viajaban de manera diferente en el calor y la humedad. El trato de la gente era cercano, juguetón, musical: cambiar del “vos” al “tú” fue liberador. Era como si por fin sintiera una materialidad, una sustancia, que había estado atrofiada.
Será difícil que lo entiendan quienes no lo hayan vivido, pero una de las cosas más difíciles de aquella vida nueva era tener que gritar “¡Parada!”. En la ciudad que había dejado, cuando uno viajaba en bus tocaba el timbre y se bajaba sin modular palabra. Pero en la ciudad de los crepúsculos había que usar el antiquísimo y efectivo don del habla.
Al principio trataba de moverme hasta la puerta de adelante para comunicarle al conductor, más con gestos que palabras, mis serias intenciones de bajarme. Pero no siempre era posible. Los pasillos eran a veces intransitables y, para colmo, había que imponerse sobre las conversaciones animadas. Confieso haber considerado arrojarme del bus en marcha o dejarme llevar hasta que otro gritara. Pero, con el tiempo, fui mejorando. Dominar esa rutina fue una de las aventuras que me llevaron a amar esa ciudad. Era hermoso ser parte de una comunidad donde todos tenían voz y no solo era bien visto sino que era una norma gritar en la calle.
Siempre he creído que la gente de la Costa es más feliz y más sana. Gritar parada es una afirmación vigorosa y saludable de autonomía, es un ejercicio cotidiano de respeto y civilidad. Ignoro si en la ciudad de los crepúsculos la gente sigue gritando parada; hace veinte años me marché para inventarme en otro lado. También ignoro las relaciones de esa práctica con otros modos de participación ciudadana. Pero algo me dice que en el país de los colombios no habría tantos defendiendo al que los clava, si la gente hiciera más uso de su derecho a gritar “¡Parada!”.