Cuando levantó el rostro, sus ojos se enrojecieron. Volvió a confundirme con mi padre y empezó a hacer preguntas sin nombres propios: “Oíste, ¿y qué hay de aquella? ¿Y el hijo de aquella?
Hace tres meses, cuando Rosita rodó por una escalera, su familia pensó que muy pronto tendría otro funeral. El año pasado, Ofelia se marchó con su mente aún despierta. Rosita, la mayor de las hermanas, acababa de cumplir 92 cuando el Alzheimer la condujo al abismo. Se rompió dos costillas, se llenó de morados. Del hospital la mandaron a un geriátrico donde nadie ha sugerido que pueda volver a casa.
Rosita fue la única mujer profesional de la familia. Era muy joven cuando empezó a trabajar como enfermera en un pueblo que está a punto de desaparecer del mapa. En las noches lloraba, porque su familia le hacía falta. Años después cuidaría de sus padres: Carmen murió de 89. Nepo vivió hasta los 103. Hace casi medio siglo, Rosita viajó al país del sueño, se casó, enviudó y, al final, recaló en casa de Ofelia, su hermana menor.
El miércoles pasado estaba en Queens y decidí visitar a Rosita. Tony, el viudo de Ofelia, la visita con frecuencia; pero ese día no había llegado. Cuando Rosita levantó el rostro, sus ojos se enrojecieron. Volvió a confundirme con mi padre y empezó a hacer preguntas sin nombres propios: “Oíste, ¿y qué hay de aquella? ¿Y el hijo de aquella? Debe estar muy grande”. Pasados los sobresaltos del saludo la invité a recordar. Siempre me han fascinado las historias de su padre: los encuentros con caníbales y brujas y gigantes, la impavidez con que vio a su mujer romperle el violín y arrojar los pedazos al fuego. Mientras su rostro se iluminaba con las historias, pensé en esa cosa rara que es estar vivos en este mundo: entre la infancia de Rosita y la vejez de mi nieto podrá haber casi dos siglos de experiencia continua palpitando.
Rosita me regaló una anécdota del vendedor de fantasías: jovencito, sin perspectivas de casarse todavía, juró que sus hijos no cortarían leña, sino que estudiarían. Señaló la ventana y me dijo que le gustaba ver bajar los aviones: “Un día pasó uno todito amarillo que no ha vuelto a pasar”. Contó que reza todos los días y me mostró el rosario que lleva en el cuello para que no se le pierda. Habló de la caída de la cama hace una semana y de los dolores que aún siente en el brazo y la cabeza. Luego viajó a episodios distantes. Recordó los dulces que su padre les traía a ella y sus hermanos, y el recuerdo le humedeció la boca. Dijo que extrañaba la comida de la casa. Protestó sin fuerzas por el agua con sal que le hacían pasar por sopa. Estiró la piel colgante de sus brazos para hacer notar la flacura. Habló de las ganas que tenía de volver a Colombia y se puso filosófica.
“La infancia es muy bella”, dijo. “La juventud también, si está bien llevada”. Concluyó que la vida era cruel a ratos, que por momentos uno siente que no puede más. Su rostro dibujó un gesto de dolor y sus ojos volvieron a enrojecerse. Miró hacia la ventana y se preguntó entre dientes por el avión amarillo. Luego miró a ese hombre más viejo que lo que nunca fue su padre y le dijo con dulzura resignada: “Será lo que quiera mi diosito”.