El sol brillaba, los pájaros cantaban, el humano se había alejado del cristal que lo emboba y, cuando menos lo esperaban, un halcón bajó del cielo y clavó las garras en la paloma.
El bosquecito que tengo en el traspatio no deja de sorprenderme. Puedo pasar días enteros atrapado en la indigesta revoltura de la realidad virtual, pero cuando levanto la mirada vuelvo a un mundo fascinante cuyos sentidos profundos se me escapan.
El bosquecito tiene un claro que, al llegar la primavera, se llena de nomeolvides. Después hay una hilera de gigantes: unos pinos que jamás pierden el verde y unos arces que se visten y desnudan con el paso de los meses. Más allá hay una colina tupida que se desliza hacia los rieles de un tren sin cuyo paso sedante la vida en Siberia sería muy distinta.
Perdido en contemplaciones, me pregunto por qué en el país de los colombios la gente está apiñada en dos o tres ciudades, mientras el resto está casi despoblado. La causa la conozco. Lo que no entiendo es por qué no ha prosperado la idea simple y justa de que hay espacio para todos, que cada uno podría tener un bosquecito, si los crueles saqueadores no quisieran aferrarse a más de lo que sus manos son capaces de abarcar. Imagino –como el olvidado Felipe Pérez– un país de ciudades bordeando los ríos, visitadas por trenes cantores, y donde la vida de todos fuera digna. Pero después comprendo que para tener el lujo que ahora tengo era preciso irse muy lejos.
Mi bosque me ha enseñado la belleza de los ciclos. En octubre se enciende en colores de fuego, antes de que los árboles eleven al cielo sus ramas desnudas. Luego se viste de blanco inmaculado, como de mundo recién creado. Después estalla en verdes y flores de colores. Pero sería incompleto si no tuviera sus inquietos animales.
El azulejo está gordo y colorado. Primero venía solo y ahora lo hace muy bien acompañado. Al pájaro carpintero no le gustó quedarse sin ese fresno que murió de pie y que tuve que derribar para que no me aplastara la casa. Los zorrillos y el castor regresan cada verano. Las ardillas, los ciervos y las palomas merodean todo el año.
La vida de mi bosque sería idílica si a veces no ocurrieran cosas trágicas. Hace un par de semanas había una paloma en el claro, ocupada en buscar semillitas y granos. Las ardillas saltaban por los alrededores. El sol brillaba, los pájaros cantaban, el humano se había alejado del cristal que lo emboba y, cuando menos lo esperaban, un halcón bajó del cielo y clavó las garras en el cuello y el torso de la paloma.
Hubo un silencio general. La paloma se sacudía con frenesí, pero las garras del halcón la sostenían con firmeza contra el suelo. Una ardilla que estaba cerca se levantó para ver mejor. Vimos extinguir la resistencia de la paloma bajo esa fiera hermosura que apenas entreabría las alas para mantener el equilibrio. Casi era posible oír la fuerza de la vida transmutada. La paloma llevaba un rato muerta cuando el halcón alzó el vuelo con ella entre las garras. Poco a poco, con variada indiferencia, las criaturas del bosque regresamos a nuestras distracciones cotidianas.