Hace dos años el pobre diablo llegó a la presidencia y se dedicó a soltar demonios. Ahora es imposible ignorar las miradas y los gestos abiertamente hostiles.
En Siberia predomina la blancura. No solo porque suele caer nieve ocho meses al año; también, porque entre sus habitantes es común ese tono de piel entre amarillo y rosado que se suele llamar blanco.
“¿Por qué nos miran como si fuéramos bichos raros?”, me preguntó mi hija, cuando estaba recién llegado, durante unas vacaciones en que vino a visitarme.
Desde entonces me hice consciente de que, en efecto, por estos lados hay gente que me mira como si acabara de bajarme de un platillo volador. Pero decidí que el asunto no iba a afectarme. Encontré y me creí la explicación de que lo hacían por no haber estado expuestos de manera suficiente a la diversidad del género humano.
La estrategia pareció funcionarme hasta hace dos años, cuando el pobre diablo llegó a la presidencia y se dedicó a soltar demonios. Ahora es imposible ignorar las miradas, los gestos abiertamente hostiles y hasta los esfuerzos exagerados de unos cuantos que aparentan tolerancia. El consuelo es que son muchos los que entienden o empiezan a entender que es más lo que nos une que lo que nos separa.
Hace poco llegó al vecindario una mujer que a todos nos ha alegrado la vida. Rose tiene nombre de flor y ama la jardinería. Es pequeña, de ojos vivaces y gesto de niña traviesa. Se jubiló hace tres años, pero como la pensión no le alcanza trabaja en una oficina de servicio social. Los alrededores de su casa se han llenado de adornos y flores y bancos de madera donde tarde o temprano los vecinos nos hemos sentado a departir sobre la vida y los asuntos cotidianos.
Cuando le conté que iba a ser abuelo, Rose me echó un discurso emocionado sobre las maravillas de ese estado. Fue sincera cuando me manifestó su pesar por los niños a quienes el gobierno estaba separando de sus padres. Sin hacer muy evidente que notaba mis colores, me confesó que su padre había sido muy racista y que ella se vigilaba todo el tiempo para no hacerle el juego a esas ideas. Rechazó las injusticias que hoy prosperan y concluyó con voz severa:
“Carmen los va a castigar”.
Tardé en reaccionar. ¿Carmen? ¿Cuál Carmen? ¿Cómo es posible que Rose conozca a una mujer hispana, al parecer muy poderosa, de la que nunca escuché hablar? Imaginé que Carmen era una especie de heroína con capa y espada que traería por fin justicia. Me pareció verla dándoles su merecido a las bandas de forajidos que se han tomado este y otros países que conozco. Sentí en mi corazón que renacía la esperanza y le pregunté: “¿Carmen?”
“Karma”, aclaró Rose.
No pude ocultar mi decepción. Inventé cualquier excusa para alejarme. Pensé que, después de que el infierno dejó de asustar, la idea de karma –ese “ojo por ojo” cósmico– era un consuelo un poco triste y muy incierto frente a las injusticias. Me resultaba más inspiradora la idea de una Carmen todopoderosa. La charla con Rose ocurrió hace dos semanas y la razón no ha terminado de imponerse. No ha pasado un solo día en que no anhele recibir la noticia de que la furia de Carmen por fin se ha desatado.