Opinar, hoy en día, es muy distinto a lo que era hace un cuarto de siglo. Hoy en día, con la red donde transcurren nuestras vidas, la proporción se ha invertido; puede haber dos o tres opinadores por lector.
Nunca he vivido en El Poblado y, como nadie es profeta en su tierra, ofrezco mis credenciales de forastero para predicar en estas páginas. Nací y crecí en esa ciudad de cuyo nombre muchas veces he querido no acordarme y, en aquel tiempo, mi familia se la pasó de un lado a otro. Trasteamos corotos de Buenos Aires al Centro, del Centro (donde me nació la consciencia de estar vivo) a Belén los Alpes (donde tuve una infancia feliz), y de ahí a San Joaquín, Laureles y Envigado. Después he vivido en Cartagena, New Haven, New Brunswick y Siberia, y, como más de tres trasteos son un incendio, ofrezco mis credenciales de ave fénix para sugerir que algo habré visto de este mundo tan extraño.
Crecí oyendo la leyenda de que El Poblado fue el lugar donde nació la capital mundial de la verraquera. Sólo lo visitaba para participar en los campeonatos de piscina corta en El Campestre (¿Dónde estarás Lalai de mis suspiros?), y con el tiempo comprendí que allí no sólo estaba el poder, sino también la esencia y el ADN de esa ciudad que no consigo quitarme de las células y el alma.
Por eso acepté la invitación que hace diez años me hizo Julio Posada (y que ahora me hacen los herederos de su legado), a opinar en las páginas de Vivir en El Poblado. Siempre pensé que el nombre del periódico tenía un aire bucólico, que sonaba algo así como “Pernoctar en la aldea” o “Dormitar en el campo”. De manera que pocas veces me he sentido tan universal como cuando he metido la cucharada y he puesto a resonar mis peroratas en ese caserío.
Opinar, hoy en día, es muy distinto a lo que era hace un cuarto de siglo, cuando empecé a publicar en El Universal de Cartagena. Entonces me escondía detrás un personaje de ficción, un vejete un poco díscolo que con el tiempo cobró vida, para entablar un diálogo con mis dos o tres lectores. Hoy en día, con la red donde transcurren nuestras vidas, la proporción se ha invertido; puede haber dos o tres opinadores por lector. Pero la mayoría se limita a hacerle eco a la ficción que se quiere hacer pasar por realidad. Ya casi es imposible ver el mundo sin que alguien quiera imponernos lo que debemos pensar.
Hace quince años vivo en un lugar que se conoce como la Ciudad de las Colinas, y no he dejado de notar la invitación a la modestia que me ha hecho la vida, al traerme desde la Capital de la Montaña a este villorrio perdido. Aquí mis huesos errabundos decidieron detenerse. En este tranquilo paraíso de veranos fugaces e inviernos feroces transcurren mis días. Aquí enseño, leo, escribo y cuido de un bosquecito. Pero no dejo de habitar en los lugares que he vivido. Mi pensamiento sigue en todos los allás que han sido parte del camino.