El grupo de integrantes del taller, que pudo sensibilizarse para enseñar cómo sienten el dolor, tras la desaparición de 19 de sus seres queridos. Foto cortesía Natalia Botero
Por Fernando Cadavid
“Ya no sé qué más hacer para encontrarte”, reza un aparte de un texto en la cuenta de Facebook de la esposa del ingeniero Alejandro Ramírez, publicada el 2 de julio de 2015, a los cuatro meses de la desaparición de este profesional, en Barbosa (Antioquia).
¿Qué puede hacer una mujer desesperada por la ausencia infinita de un ser querido? ¿Qué, para encontrar la verdad? Irse por las zonas rojas de pueblos y ciudades; contabilizar hasta cuatro encuentros con un legendario jefe paramilitar; reclamar ante la negligente empresa a la que servía la víctima; trasegar por despachos oficiales, por cuarteles de policía, por estrados judiciales; visitar brujos para escucharles lo que se quiere oír y hasta tocar puertas en la Presidencia de la República y también en La Picota…
Eso fue lo que hizo Luz Mery Velásquez en la desaforada búsqueda de su esposo Julián Emilio Cataño Carmona, desaparecido en el municipio de Norcasia, Caldas, en 2001. Un ingeniero civil especializado en suelos y en presas de tierra, atraído por los diversos proyectos hidroeléctricos debido a la escasez de este tipo de profesionales. Estaba al servicio de la empresa que construía La Miel I, después de haber pasado por proyectos como Betania, Troneras y Porce II, y a quien ya buscaban para Hidroituango.
¿Qué pasó en el amanecer de ese domingo 25 de febrero en Norcasia? Para ser breves y crudos: un falso empresario entregó a Julián al hijo de Ramón Isaza, Ovidio (alias Roque o Terror), el comandante paramilitar de la zona, quien los esperaba en el prostíbulo del pueblo. De inmediato ordenó: “Guarden a ese señor”: un santo y seña que significaba “lleve, pique y tire al río”.
Con las fotografías evidencian el pasado, la ausencia, la búsqueda y la resistencia. Foto cortesía Natalia Botero
Con esa orden nació la zozobra infinita en que se hundió desde entonces la familia del ingeniero, empezando por Luz Mery su esposa y Carolina, la hija. Lo que siguió fue conjugar los verbos que connotan infortunio: llorar, buscar, recorrer, llamar, suplicar… Y otros más prosaicos: vender el carro para asegurar que Carolina terminara su carrera profesional; recogerse en la casa materna, en El Poblado; dejarse estafar por mercaderes que le pidieron plata a cambio de supuestas certezas sobre el paradero de Julián; enfrentar el riesgo de perder el apartamento; lidiar con la liquidación del esposo ausente (consignada por la empresa y luego, ¿con qué papeles se reclama?); luchar por el seguro de vida que se perdió porque cuando se hizo “oficial” su muerte, ya habían vencido los términos sin alma de la aseguradora.
Con las fotografías evidencian el pasado, la ausencia, la búsqueda y la resistencia. Foto cortesía Natalia Botero
¿Quién y por qué?
Muchos esfuerzos y muchos viajes le hizo la señora Luz Mery a alias Terror en busca de la verdad. Quería confrontarlo y preguntarle directamente tres cosas, por tenaces que resultaran las respuestas: ¿Quién lo hizo? ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo lo hizo? Son los interrogantes que desvelan a las familias de una víctima de desaparición forzada. Pero pareciera que a Terror le dio miedo darle la cara. Por eso ella buscó y se entrevistó con el padre de éste, Ramón Isaza, implorando su mediación. La primera entrevista con el viejo paramilitar se frustró porque estaba dedicado a organizar la procesión de la Virgen del Carmen, por el río Magdalena: era un 16 de julio y la embarcación de Isaza era la más fastuosa y la más devotamente arreglada. Pocos años después, la Fiscalía General de la Nación le imputaría más de 620 hechos de violencia, según el portal Verdadabierta.com.
Luz Mery Velásquez |
Con las fotografías evidencian el pasado, la ausencia, la búsqueda y la resistencia. Foto cortesía Natalia Botero |
Luz Mery canaliza la voz de madres, hijas y hermanas que reclaman ser reconocidas como víctimas. Asegura que saber la verdad es más reparador. Verdad envuelta en arrepentimiento, no como le tocó ver a Isaza en las audiencias, excitado y como “complacido”, asegura, cuando describía cómo mataba, cómo descuartizaba, cómo vaciaba los vientres de las víctimas. Sin gota de arrepentimiento.
La señora Velásquez coincidió más tarde con un puñado de mujeres en similar condición, en el Taller Des Apariciones, que les permitió transformar el dolor, sanar y solidarizarse entre ellas. Pudieron entonces construir un ejercicio de memoria, para que a partir del relato familiar trataran de entender los hechos, y de rendir homenaje a esos ausentes siempre presentes en la cotidianidad, para memorarlos y devolverles su dignidad, al igual que a ellas. La explicación es de la fotodocumentalista Natalia Botero, líder del proyecto.
Once mujeres participaron en el programa para cerrar un capítulo de sus vidas y empezar a escribir otro sin tanto dolor; no con resignación, sí con valentía y aceptando los hechos: entre ellas contabilizan 19 seres queridos desaparecidos.
¿Por qué todas mujeres? Porque son ellas las que se encargan de hacer visible la tragedia, de marchar, de deambular de oficina en oficina buscando respuestas. Porque se han ido al monte, han enfrentado a guerrilleros, a militares y a paramilitares exigiendo una explicación, aclara Botero. Además, porque a ellas se les facilita hablar del ausente, porque son dadas a guardar objetos y simbologías que hacen recordar; es más fácil hacerse a la idea del otro con ellas.
En el proceso de “sanación” se pretende que se recuperen como personas y para ello trabajan el cuerpo, se masajean, se descalzan antes de ingresar a la sala taller para dejar afuera suciedad y estorbos; se describen a sí mismas, caminan descalzas, se hacen fotos… Así recuperan su identidad, porque el desaparecido parece que se la toma, al tiempo que gana prevalencia sobre la familia. “Cuando miras a una madre, o hermana, o hija que porta una imagen del ausente, no la ves a ella detrás”, advierte Natalia. Añade que olvidan su rol en la familia por dedicarse a una búsqueda perenne y perfilar en el núcleo familiar una segunda pérdida. El taller pretende que sus vidas se conserven paralelas al desaparecido. Para ello abren heridas que puede que no cierren, pero eso ayuda a sanar; es difícil, es duro volver al pasado.
Un relicario, por favor
Ellas buscan un espacio para darle rienda suelta al sentimiento que las acoyunda. Un lugar para el encuentro, para entronizar su dolor, para el duelo y el llanto. El Museo Casa de la Memoria, en Medellín, fue ese ámbito, pero también lo fue el hogar de cada una, porque hasta allá llegaron los talleres. Se reunían un día entero a exorcizar el sufrimiento. “Es que la sala de la casa es el lugar del mausoleo, para llorar en ella a sus ausentes, porque no hay dónde más”, dice Natalia. De allí la idea de la sala itinerante Des Apariciones.
Otro lugar de memoria es el álbum, una especie de relicario, para que haga las veces de lugar de representación en una fotografía del ser perdido. Las fotografías, como tales, son una prueba. Lo que no está en una imagen está en una idea, en el imaginario. La foto objetiva esa idea y vuelve real el hecho, porque se convierte en un fragmento de historia, asegura la fotógrafa Botero. Entonces es más fácil evocar lo vivido con el otro: los paseos, los detalles, los gestos y, por qué no, los desencuentros.
Ponerlas a colorear una imagen del ausente, en blanco y negro, era como darle vida. También convocaron recuerdos con cartas, con tarjetas, con bitácoras que ellas hicieron, con maquetas que recreaban espacios de la vida pasada, de ambientes en fuga. Era combinar varias actividades narrativas desde todos los puntos de vista, que ayudaran a entender qué significa la desaparición violenta, y ayudar a reconciliarse entre ellas con su pasado y su presente. Porque, por añadidura, cargan con un sentimiento de culpa: “Si yo hubiese estado con él; si no lo hubiera dejado salir ese día”, se recriminan.
Pero eso sí, mantienen una fe que no desaparece: “Solo de una cosa estoy convencida: Dios sigue siendo Dios”. Con esta expresión cerraba su mensaje Natalia Bolívar, la esposa de Alejandro, en los cuatro meses de su desaparición en inmediaciones de Barbosa.
Como producto del taller Des Apariciones quedó una exposición itinerante, que este jueves 9 de junio abre sus puertas en la Casa Teatro de El Poblado, a las 5:30 pm. El sicólogo Óscar Muñiz y la fotodocumentalista Natalia Botero orientarán un conversatorio sobre trabajo social con víctimas. Tres de éstas guiarán un taller – reflexión sobre el tema.
El Poblado no escapa a las historias que emergen del conflicto, pero han sido mal contadas, tal vez por alguna falsa creencia de que las únicas víctimas proceden del sector rural o de los estratos socioeconómicos bajos. También es una comuna golpeada, solo que aquí la respuesta es diferente, en concepto de la profesora Botero. Igual, la idea es recuperar la dignidad de las víctimas y descartar el sofisma de que los problemas son diferentes, cuando son comunes a todo el país y como tal se deben resolver colectivamente.
Una rápida mirada al fenómeno da cuenta de que entre 2010 y 2013, en Medellín, desaparecieron 2.526 personas. De éstas, según la Personería, aparecieron vivas 1.017, muertas 147 y siguen en condición de desaparecidas 1.272. En 2014 el registro fue de 644 víctimas. La comuna en donde es más alta la cifra de casos reportada es la 13 (San Javier), le siguen la 7 (Robledo), la 4 (Aranjuez) y la 3 (Manrique). Según la misma fuente, cada día desaparecen en la ciudad a 1.4 personas; el 24 % de los casos registrados en Colombia se producen en Antioquia.