/ Juan Felipe Quintero
¿Y yo, que pido vino, soy el que tengo que beber maluco o a la ciega? La pregunta me la hice al menos cuatro veces el último mes. Molesto. Decepcionado. Sin pelear con la gente, pero sin ganas de pedir más. Y dudando si debo volver a esos sitios.
Restaurante número uno. El mesero reporta que en su carta hay vino ¿Cuál? ¿Cuáles? “Blanco, rosado y tinto”, responde, sin ponerse colorado. Pues claro que son blanco, rosado y tinto. ¡A 10 metros de distancia les veo el color! Y ¿la variedad con la que fueron elaborados? Cero datos. El chico no sabía.
Descorchar sin conocer la uva de origen es beber a ciegas, es tal vez arruinar la comida, o no lograr una buena armonía, es que tengas estado de ánimo Pinot Noir y te sirvan, sin saber, Syrah. No peleé. Hice un par de maromas y el vino que quería, de la variedad que quería, llegó a mi copa.
Restaurante número dos. El mesero ofrece, entre su variedad de tintos, un francés –mezcla de Cabernet y de Merlot– y un Carmenere chileno. Pedí el segundo y un par de minutos después a mi mesa llegó… el francés. Sin advertencia. Me di cuenta por la nariz: uno y otro tienen aromas muy distintos. Y vuelvo al punto: no es vino, así genérico, lo que quería; quería Carmenere. Como cuando compras un carro: quieres Renault o Mazda o Audi. No son lo mismo.
Restaurante número tres. El mesero, ante mi pedido de un vino tinto, va por la botella, la exhibe en mi mesa, ofrece un par de explicaciones y sirve. ¡Y lo que entrega es un vino “al clima”, unos 26 grados como hacía ese día! Imposible de tomar porque los tintos en general se deben descorchar a 18 grados. Frescos. Es regla. Más que para quitar la sed o el calor, para que expresen sus atributos. A 26, temperatura que el mesero defendió a capa, espada y sacacorchos, no habrá más que una colección de notas y de aromas a alcohol. Pesadas de tomar, difíciles de disfrutar. Cuáles frutas rojas, cuáles recuerdos de roble en nariz.
En cada uno de estos lugares, cuyos nombres me reservo porque no son los únicos donde mamarrachean con el vino –de manera que ante muestra incompleta es mejor ser justo–, miré a mi alrededor y vi mesas muy bien servidas. Los que ordenaron cerveza la tuvieron en buen vaso (otro error común en el vino es tenerlo en copas mediocres) y en la temperatura ideal, como también les ocurrió a quienes eligieron gaseosa: fría, con los hielos suficientes, con sus burbujas…
¿Y yo, y por supuesto cada vez más comensales, que pedimos vino, tenemos que beber maluco, caliente o a la ciega? Piénsenlo bien jefes en los restaurantes: una copa puede dar más ingresos que una gaseosa (que empalaga y no le rinde tributo a ningún plato) o que una cerveza (que sirve para establecer armonías con algunas preparaciones, pero que pronto da sensación de llenura). Un vino, bien elegido, con asesoría correcta, con servicio impecable, eleva la calidad de la comida y le suma puntos a favor a la experiencia gastronómica. Piénsenlo bien.
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