Cada vez más gente habla de vinos. En charlas, en televisión, en periódicos, en la mesa… Y está muy bien. No saldré con la odiosa frase utilizada en otros contextos que dice que “ya todo el mundo cree que sabe de”.
Que estén hablando muestra entusiasmo, antojo. Muestra que el aguardienterismo, que no tiene nada de malo, hace rato comenzó a explorar opciones. Y, sabrán, entre más alternativas de disfrute y de placer, pues mejor para todos.
Entre toda esa gente que está hablando de vinos hay una frase que está haciendo carrera. Y, a primeras, parece rara. Genera debate. Pero todo se pone más interesante cuando hay más verdades.
La frase que viene haciendo carrera, justo entre grandes conocedores, es que el vino hay que tomárselo como a uno más le guste, incluso como uno pueda. Lo dice María Isabel Mijares, cuya hoja de vida dice Académica de Número de la Real Academia Española de Gastronomía; lo dice Jorge Riccitelli, nombrado en 2012 como el enólogo del año por la revista estadounidense Wine Enthusiast; lo dice Susana Balbo, elegida en 2015 como Mujer del Año por la revista británica The Drinks Bussines. Y más gente así.
Mijares y Balbo coinciden en que el descorche se puede llevar a una copa, las grandes, delgadas, elegantes, funcionales, o en las gruesas, o en vaso de tubo o en vaso corto. Incluso, con hielo. Su punto: una cosa son las catas entre expertos, donde hay que analizar pierna, cuerpo, movimiento, vestido y estrato de la bebida, y otra son los momentos de disfrutar, no solo del vino sino del entorno y, sobre todo, del entorno.
Es solo beber. Rico. Con moderación. Sin poner todos los sentidos a plenitud, como sí ocurre en las catas profesionales, en un salón sin ruidos ni aromas ni comida, porque en este otro tipo de consumo, el más corriente, los sentidos también se interesan en la comida, el chiste, el vestido nuevo y hasta en el perfume de quienes nos acompañan con una copa.
Mijares me dijo, con razón, que tanta parafernalia espanta a la gente. No me acomodo con que el vino se tome de cualquier manera en términos de temperatura. Un tinto, un blanco, un rosado, un espumante, un tardío, servidos “al clima” son un desastre en gusto y en aromas.
Lo del vaso o la copa también me deja con dudas. Un Don Melchor 2010, de las que solo llegaron 500 botellas a Colombia y por $320.000 la unidad, un Opus One, $1.000.000 por ejemplar, en vaso tipo mermelada… fatal.
Pero entiendo que Mijares, Balbo y todos lo que dicen es que hay que proporcionar. Cuál vino es, dónde estamos. Por ejemplo, un día de picnic, lo que pide es botella de tapa rosca, cosecha reciente y copas prácticas para evitar accidentes. Y una cena en restaurante, en el que la cuenta supera los $180.000 ya sí exige más. También medir con quién estamos, qué celebramos, qué horas son y qué queremos comer… esas respuestas nos dirán si vale la pena la parafernalia o no.
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