Vinos blancos, que en realidad son dorados. Vinos tintos, que toman su color de la propia piel de la uva, en un proceso que tarda hasta 14 días de teñido natural. Vinos rosados, del mismo proceso de los tintos, pero de solo 10 a 12 horas de teñido. Vinos verdes, portugueses y de verdad tintos o blancos, nunca literalmente verdes, pero llamados así porque las uvas que les dan vida son cosechadas temprano, si se quiere, verdes. Y, ahora, cuentan que con 70.000 botellas vendidas en Europa, vino azul. Azul como el yin.
Surgió en España, idea de una compañía titulada con gracia como Gïk, cuyo manifiesto son la innovación, “la rebeldía creadora, romper con el pasado e inventar el futuro”. Y lo que se les ocurrió fue elaborar un azul.
Azul porque representa movimiento, innovación, infinito. Lo ofrecen como una bebida con aromas a fruta madura y de sabores dulces y de acidez suave. Es elaborada con uvas, pero no dicen cuáles. Y convendría que lo informaran porque hay aficionados que le tienen terror al Cabernet Sauvignon, dicen que les produce dolor de cabeza al instante; otros aman el Carmenere, como yo; otros se aburren con el Merlot, como yo, salvo la fantástica excepción del Santa Ema chileno que conocí en diciembre; otros, también como yo, no tomarían un Albariño más, por cansón.
Y no lo dicen porque quieren romper con el pasado. Es más, señalan que no trabajan con uvas sino con personas. Pero, poesía al margen, emplean tintas y blancas y las llevan a un proceso que combina pigmentos naturales y procesos químicos de sintetización.
Yo, que friego tanto porque los vinos sean de buena calidad, no necesariamente de alto costo, y porque su materia prima sea solo la uva –ni manzana, ni frutos rojos, ni maracuyá- ¿me bebería un azul? Digo sí. Como me bebí aquel día un Merlot peruano, un Feteasca Neagra rumano, un turco, un canadiense, un espumante brasileño, un Isabella, del Valle, de gran aroma que recuerda la aceituna negra, y un Grajales, también colombiano, del que no quise ni el segundo trago, y como espero algún día tener en copa un boliviano, un mexicano o un senegalés.
¿Y para qué tanto y tan raro? Porque bebiendo de todos los orígenes y formas, siempre con moderación, deja uno la zona de confort y se abre a la exploración y, de pronto, al descubrimiento de más placer.
Si me ponen a escoger, para cada salida, entre ir al mismo restaurante y pedir el mismo plato y la misma copa (a la misma hora, del mismo día de la semana, en la misma mesa, con el mismo mesero, yendo por la misma calle y estacionando en el mismo espacio) o arriesgar, renovar, cambiar, voy por la segunda opción. Es posible que salga mal –como creo que me iría con el azul–, y uno, simplemente, no vuelve. O también es posible que resulte delicioso, como aquella vez que pude elegir entre hamburguesa, tacos o parrilla y me fui por el griego Zeta y me fue tan, pero tan bien.
No sé si el azul llegue a Colombia, y menos con el dólar que tiene con el pelo parado y la mirada perdida a los importadores de vinos, pero si llega, seguro estará en mi copa. Estos de Gik tienen razón ¡Que vivan las cosas nuevas!… así estén malucas.
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