Por: José Gabriel Baena
Desde los antiguos escritos bíblicos se ha comparado la existencia del hombre sobre la tierra como la de las briznas de hierba que brotan con la naciente primavera, se fortalecen en el verano y llegan a su madurez en otoño, para desaparecer eternamente en las estaciones de aguas y nieve, en el continuo devenir del Cosmos. El símil se ha aplicado a las hojas de los árboles y en los mismos escritos más antiguos que la propia antigüedad se habla de que “no se cae la hoja de un árbol sin que Dios haya dicho: “Cáete, hojita”. Cada día de la vida de un humano es como esas briznas, como esas hojitas que cada mañana vemos mecerse al sol y que al otro día ya no son más. Este cronista tiene la fortuna de vivir hace poco más de veinte años en “toda la puntica” sur-occidental del Poblado, en el barrio o “unidad” –como dicen ahora de “Bosques de la Aguacatala” –una quebrada que ya no existe y que fue la antigua frontera entre Medellín y Envigado- y cada día la metáfora de la hoja del árbol se me mete entre los ojos y el corazón cuando desde muy temprano alguno de los empleados empieza a soplar con una máquina portátil las hojas innumerables que los árboles han soltado desde la tarde anterior y por la noche. Este barrio cerrado es tan grande y ovalado como un estadio, dicen que fue un antiguo vivero sobre el cual se levantaron a principios de los años setenta los discretos edificios de máximo cuatro pisos, con apartamentos de enormes ventanales a los cuales se asoman por todas partes centenares de árboles añosos y muy altos, y sus hijos y parientes botánicos, frutales o simplemente ornamentales –aunque tengo la certeza de que cada árbol esconde un tesoro- y que son el hogar de incontables familias de pájaros, clanes de ardillas, cuatro gatos indómitos, un búho que canta en la noche. Siempre he declarado mi admiración por estos hombres que soplan las hojas con paciencia de Sísifos a través de los senderos principales y las delgadas aceras entre los edificios y que llevan hacia algún lugar para que terminen su existencia descomponiéndose suavemente, volviéndose de nuevo tierra y abono para sus viejos árboles paternos, savia, flores, aire del cielo azul y aliento de las estrellas.
Es asunto natural que en todas las grandes culturas la metáfora de la hierba y de la hoja como la existencia efímera –de un día, en griego- de los hombres, haya sido tratada en sus tradiciones artísticas orales o escritas, y curiosamente más por poetas ateos o panteístas que por hombres de religión. El persa Omar Kahyam le cantó intensamente al fluir de cada día hace mil años, y el norteamericano Whitman lo llevó a la cumbre en su enorme volumen o “summa” de miles de páginas de las “Hojas de Hierba” en el siglo 19, justamente apoyado en el poeta de Oriente. Poeta de versos enormes y sin par en la literatura de su país, observador vidente y profético, centenario abuelo de los “hippies”, canta a la vida y al presente sin temor a ningún infierno. Pocas veces se enfurece como un Savonarola inquisidor pero en la mayor parte de su obra es tan beatífico como San Francisco y su amor por la naturaleza. Ya no conozco a nadie que lo lea. Las traducciones al español son tan libres como su espíritu vagabundo, finalicemos con unos apartes: “Emito mis alaridos por los techos de este mundo. Pero valora tú la belleza de las cosas simples. Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas, pero no podemos remar en contra de nosotros mismos. (…) Mientras recorro las playas que no conozco, mientras escucho la endecha, las voces de los hombres y mujeres náufragos, mientras aspiro las brisas impalpables que me asedian mientras el océano, tan misterioso, se aproxima a mí cada vez más, yo no soy sino un insignificante madero abandonado por la resaca, un puñado de arena y hojas muertas y me confundo con las arenas y con los restos del naufragio. Creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de los astros y que la hormiga no es menos perfecta ni lo es un grano de arena y que la articulación más pequeña de mi mano es un escarnio para todas las máquinas. ¡Retoza conmigo sobre la hierba, quita el freno de tu garganta! Creo que podría retornar y vivir con los animales, son tan plácidos y autónomos. Me detengo y los observo largamente. Ellos no se impacientan, ni se lamentan de su situación. Ninguno está descontento. Ninguno padece la manía de poseer objetos. Ninguno se arrodilla ante otro ni ante los antepasados que vivieron hace milenios. Veo algo de Dios cada una de las horas del día, y cada minuto que contiene esas horas. En el rostro de los hombres y mujeres, en mi rostro que refleja el espejo, veo a Dios. Encuentro cartas de Dios en los prados, en los árboles y calles, todas ellas firmadas con su nombre. Y las dejo en su sitio, pues sé que donde vaya llegarán otras cartas con igual prontitud”.
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Verano, hojas y briznas de hierba
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