Yo recuerdo con muchísimo amor a mis abuelos. Al abuelito lo recuerdo sentado en las escaleritas de la piscina en San Jerónimo. Emparamado porque cuando se acaloraba se hundía en el agua. No se quitaba la camiseta, ¿por miedo al sol? No creo. ¿Por esconder su panza? Menos…
Mi papá le acomodaba una mesita con mangos que él mismo cogía, y su mediecita de aguardiente, que compartía trago a trago con mi abuelita. Cuando uno se arrimaba, él, con su navaja Victorinox, trinchaba una tajada de mango gigante y se la ofrecía. Yo le pasaba hojitas que alcanzaba de los limones y él las hacia sonar como tocando una dulzaina.
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La abuelita era impecable. El mejor piropo que le podíamos hacer era decirle que parecía una tía más. En su último cumpleaños hizo pasar a mi esposo al teléfono a decirle que si era que nunca le iba a dar un bisnieto. Y se fue… así sin conocer mis hijos.
Mima y Lito eran unos padres para mí. El transporte me recogía y me dejaba allá todos los días mientras mis padres trabajaban. En su casa aprendí a comer chicharrón antes de que me salieran los dientes, solteritas al desayuno y velitas y colaciones traídas de Sonsón. Me aprendí las canciones del poderoso DIM, equipo del alma de Mima, y todos los discos ochenteros como Take on me y Karma chameleon, que cantaba a todo pulmón, cortesía de mis tíos cool. Y cuando se cansaban de mí, me daban el “teneteallá”. Maru sabía que eso significaba cuchillo sin filo, totuma del árbol y… ¡a pelar!
Con nostalgia escribo estos recuerdos, pues van más de cinco meses en que Cristóbal y Antonia no ven a Tito y a Tita y ven muy poco a Babu y a Baba de lejitos y usando el tapabocas.
“O nos mata el COVID o nos morimos de tristeza. Y eso no puede ser. Ninguna. Así que hay que aprender a vivir con esto”. Cito a mi padre, médico.
Yo no dejo de pensar que a la aproximación a esta pandemia le falta mucha creatividad. ¡Así que vamos a ponérsela!
Por: Juliana Echeverri