En nuestro país, el término “vacuna” se ha hecho tristemente célebre. En el contexto clínico, hace referencia a un agente que previene una enfermedad. Pero en nuestra cotidianidad, la palabra ha sido deformada: hoy, ‘vacuna’ se usa para describir pequeñas extorsiones que garantizan seguridad o que buscan evitar una agresión. Es un eufemismo oscuro para un acuerdo forzado, basado en el miedo y en la renuncia.
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Y quizá, sin darnos cuenta, también hemos aceptado una ‘vacuna social’: una presión constante —y silenciosa— para encajar. Para adaptarnos a un grupo. Para pensar y comportarnos igual y no incomodar. Para no ser quienes realmente somos. Incluso, en ocasiones, sabiendo que el actuar de dicho grupo es irracional o inmoral.
En términos científicos, este fenómeno se llama conformidad social, y ha sido ampliamente estudiado por la psicología. Experimentos como el de Asch demostraron que las personas tienden a aceptar juicios evidentemente errados si la mayoría del grupo los comparte. El experimento de Milgram reveló nuestra tendencia a obedecer figuras de autoridad, incluso si ello implica causar daño. Y el infame Experimento de la prisión de Stanford mostró cómo rápidamente podemos adoptar roles extremos cuando un contexto lo favorece.
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¿Qué aprendemos de todo esto? Que el comportamiento del grupo influye profundamente en nuestras decisiones. Y que, en nombre de pertenecer, somos vulnerables a actuar en contra de nuestros principios y a los totalitarismos. Esta es una alerta ética. Porque esa misma lógica ha estado detrás de algunos de los episodios más trágicos de la humanidad: cuando se alza un “nosotros” fuerte, siempre corre el riesgo de necesitar un “ellos bárbaro” al que culpar, excluir o deshumanizar.
Frente a esto, hoy más que nunca necesitamos hablar de riqueza humana: un concepto que nos invita a reconocer el valor intrínseco de la diversidad. A entender que las diferencias no son obstáculos, sino oportunidades de aprendizaje, fuentes de creatividad, expansiones del mundo posible. Ser humano es ser distinto. Y reconocer al otro en su otredad —como distinto, como legítimo, como valioso— es un acto profundamente civilizatorio.
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Como decía Estanislao Zuleta: “No se trata de tener menos conflictos, sino de tener mejores conflictos”. El disenso, el debate, la pluralidad de opiniones no son síntomas de caos: son condiciones para el desarrollo común, en dónde aprendemos y ganamos más. Donde hay verdadera diversidad, hay riqueza ética, intelectual y social.
No encajar, y sentirse culpable por ello, es un riesgo silencioso para la salud mental. Porque vivir constantemente adaptándonos al molde de los demás desgasta. Agota. Nos aliena. Y muchas veces, ese desgaste es invisible hasta que ya es demasiado tarde. La presión por ser aceptados no puede justificar la pérdida de nuestra autenticidad.
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Eso sí: reivindicar la diferencia no significa negar la necesidad de construir juntos. Los seres humanos somos, por naturaleza, sociales. Necesitamos a los otros para crecer, para aprender, para vivir. Pero convivir no significa uniformarnos. El civismo no es homogeneidad, es la capacidad de construir comunidad respetando al otro, dialogando desde la diferencia, protegiendo lo que hace único a cada uno.
Por eso, cuidemos la libertad individual. Defendamos el derecho a ser distintos. Fomentemos el pensamiento crítico, el cuestionamiento, el disenso real. Y vacunémonos —esta vez sí, con sentido preventivo— contra la intolerancia, el pensamiento único y la obediencia ciega. Solo en el reconocimiento del otro como igual en dignidad, aunque distinto en esencia, florece la convivencia auténtica.