A diez años de su fallecimiento, recordamos al fundador de Vivir en El Poblado, Julio César Posada Aristizábal, pionero del periodismo gratuito y de barrio en Colombia. Los días previos a la apertura del periódico, tres décadas atrás, y otros legados, en la memoria de Julián Estrada.
Hay risas que no pasan desapercibidas. Toda mi vida me han llamado la atención aquellas personas que poseen una risa espontánea y contundente. Una mañana de 1988 me presentaron a Julio Posada Aristizábal, coincidíamos en iniciar un nuevo empleo en la misma agencia de publicidad. Recuerdo nuestra primera estrechada de manos, nuestro primer diálogo y su primera y explosiva carcajada: diez segundos durante los cuales su estruendosa alegría retumbó en toda la oficina. Aquel día su característica manera de reír se convirtió en santo y seña de su presencia.
Dos años más tarde presenté renuncia a mi trabajo y dos semanas después, Julio presentó
la suya. Yo compré una tienda de esquina, Julio montó un periódico. Y no fue un periódico
cualquiera, debido a la particularidad de su nombre y también por su distribución: Vivir en El
Poblado, distribución gratuita.
“En nada se manifiesta más claramente una personalidad que en aquello de lo que se ríe”: Goethe
Una propuesta brillante
¡Qué osadía! Se tiene que tener sangre de gladiador para que en el Medellín de aquellos años, época de crisis moral y económica, se concibiera un proyecto absolutamente original y altruista.
Hoy el nombre del periódico es referente obligado cuando se discute sobre importantes temas de ciudad; sin embargo, por los días de su parida, su nombre se consideró una travesura periodística en contravía de los decálogos del oficio. Y en cuanto a su distribución gratuita, más de un experto en economía la consideró una equivocación sin futuro; sin embargo, Julio no se amilanó y con brillante terquedad mantuvo su propuesta.
Desde sus inicios, el periodismo de Julio se apoyó en una trilogía de actitudes que alimentaban la médula de toda su filosofía: alegría, sencillez y ética. Su buen humor era permanente, sus apuntes eran originales e incisivos, la trágica realidad de los acontecimientos la coloreaba con acertada reflexión.
Sus logros nunca los pregonó. El Colombiano y El Tiempo se lo quisieron comer con propuestas bastante jugosas; pocos nos enteramos. Los reconocimientos a su trabajo, desde diferentes gremios e instituciones, fueron varios, todos merecidos y bien agradecidos; sin embargo, el reconocimiento más importante de su vida y oficio, fue aquel que le rindió Gabriel García Márquez quien, habiéndose enterado sobre la existencia y estilo de Vivir en El Poblado, invitó a Julio a su casa en Cartagena, para tertuliar y conocer de primera mano la aventura del colega. Pocos muy pocos supimos de la maravillosa reunión; Julio no publicó ni una línea de tan elogiosa invitación.
En cuanto a su oficio como periodista, basta con leer aleatoriamente cualquier Editorial de su autoría para reconocer su impronta gracias a un lenguaje diáfano y a una reflexión de profundo sentido común y auténtica e inquebrantable ética. Problemas delicados, muy delicados, tuvo Julio con personas naturales y poderes económicos (algunos magníficos clientes del periódico, otros no) a quienes señaló e invitó a corregir sus equivocados “emprendimientos”. Una vez más su osadía era producto de su ética.
El periodismo de Julio se apoyó en una trilogía de actitudes que alimentaban la médula de toda su filosofía: alegría, sencillez y ética.
Una carcajada muy seria
Para quienes establecimos amistad con Julio, nos fue fácil entender que su oficio de periodista estaba comprometido a fondo con el propósito de trabajar por el espacio público, por la convivencia ciudadana, por el ordenamiento urbano… en otras palabras, entendimos desde el principio que la discreta frase Periodismo útil para vivir bien, resumía su profunda filosofía proyectada para Vivir en El Poblado y por lo tanto no era para él un eslogan más.
Finalizo este breve escrito en su memoria, confesando una trivialidad: no creo en la resurrección; sin embargo, cada vez que el destino me ubica en cualquier lugar de este planeta y por asuntos del azar escucho una estruendosa carcajada de aquellas que se hacen con la amplia y sonora vocal que es la A, entonces de inmediato se ubica a mi lado aquel pelafustán que segundos después de nuestro primer saludo, se despachó una tremenda carcajada, como jamás había escuchado, convirtiéndolo en un personaje imposible de olvidar.
Quede claro: su carcajada seguiría siendo para mí una cascada de alegría, tan importante como su firma y su manera de pensar.