Un misionero paisa en Kenia
Hace poco estuvo de paso por Colombia, como un breve receso de su misión en África
Las primeras palabras que oyó el misionero de Yarumal Jorge Iván Fernández al llegar a Barsaloi, en pleno semidesierto de Kenia, fueron “inchooki seremente”, frase en lengua tribal que los niños de la tribu samburu utilizan para pedirle dulces a los forasteros que vienen de tierras lejanas. “Les gusta mucho estar masticando dulces. Se ponen un chicle detrás de la oreja y ahí lo dejan mientras realizan sus labores de pastoreo”. Es solo uno de los muchos recuerdos que carga el padre Fernández de su vida en África, los mismos que ha documentado en dos libros.
Llegó a Kenia en 1994, luego de estudiar Filosofía, Teología y todo lo concerniente al oficio religioso en el Instituto de Misiones Extranjeras de Yarumal (Imey), fundado en 1927 por monseñor Miguel Ángel Builes. Este instituto, el primero de estas características creado en América Latina, se fundó con el objetivo de formar misioneros para ser enviados a las regiones más pobres de Colombia y el mundo.
Su vocación de servicio y su espiritualidad las cultivó desde niño. Desde pequeño, su familia le inculcó el amor por el prójimo, sobre todo por las comunidades más desfavorecidas. De una familia numerosa, compuesta por 13 hermanos, dos de ellos dedicados a la vida religiosa, además de una madre que siempre tuvo una vocación misionera, emprendió el camino de su vida hasta el corazón del continente negro. “Yo nací en Yarumal, donde es la sede de los misioneros. Cuando estaba en el colegio siempre pensaba a qué iba dedicar mi vida. A uno lo educan para ganar plata, para ser famoso, para manejar máquinas, pero uno se interroga muchas cosas y se da cuenta de que eso no es lo esencial. Yo quiero aprovechar mis talentos para ayudar a otras personas. Uno no va a cambiar el mundo, pero si lo mejora”, dice con pleno convencimiento.
Jorge Iván se ordenó como sacerdote en 1988 y desde entonces emprendió una travesía por distintos lugares del mundo. Su vocación lo llevó primero a Buenaventura, donde conoció las necesidades a flor de piel “del África colombiana”, como la llama. Luego a Kenia y posteriormente a Estados Unidos, a la comunidad del Bronx, en Nueva York, donde con su grupo fundó una iglesia y cumplió oficios sacerdotales con la comunidad latina por cerca de ocho años. “Después de estar varios años en Estados Unidos, ahora regreso al África a continuar con mi misión”.
El deporte también ha hecho parte de su vida. “He sido atleta y he participado en maratones toda mi vida. Adonde he llegado, parte de las experiencias las he compartido entre la vocación religiosa y el atletismo”. Precisamente, una de sus principales anécdotas le ocurrió en Nueva York, mientras corría. “Fui atacado por una pandilla en un rito de iniciación que ellos tenían. Me golpearon muy fuerte y esto salió en todos los medios”, recuerda el padre Fernández. Cómo olvidarlo.
Llevó su afición al atletismo al África, a la par con las misiones evangelistas. En Kenia, observando la vida cotidiana de los pobladores del semidesierto, comprendió porqué los africanos son tan buenos deportistas en pruebas de largo aliento: allí, para buscar la comida, corren tras los búfalos.
Experiencia de vida
Los misioneros de Yarumal llegaron por primer vez a África en 1982. Desde entonces han llevado a más de 200 misioneros a 15 países del mundo, la mayoría naciones del tercer mundo y con alto nivel de pobreza como Tailandia y Camboya, en Asia; Kenia, Etiopía, Camerún, Costa de Marfil, Malí y Angola, en África; y Colombia, Ecuador, Bolivia, entre otros países de América Latina.
La tarea para el padre Fernández no ha sido fácil. Salir de un país como Colombia, donde abundan la pobreza, la corrupción y el hambre, y llegar a otro donde el panorama no es mejor, ha sido el principal alimento del alma y la vocación de este misionero. Durante su estadía en Barsaloi ha aprendido a vivir bajo las costumbres de la tribu samburu, ha conocido su cosmogonía y estilo de vida. Le ha tocado pasar por momentos dolorosos como la partida de su colega, el misionero Carlos Alberto Calderón, quien falleció en África un Viernes Santo de 1996, abatido por la malaria.
“Necesitamos enfermeras y profesionales de la salud en nuestra misión. Personas que puedan ir, así sea un par de semanas. Queremos que más gente pueda visitar el semidesierto y ayude con la labor humanitaria. El transporte y la gasolina son muy costosos, los recursos de las comunidades son pocos, y aunque son muy generosas y nos aportan lo poco que tienen, nos hace falta más ayuda para estas comunidades”, afirma el padre Fernández. Junto a la misión ha fundado nueve pequeñas escuelas y más de 20 casas para la población samburu, compuesta por cerca de 16 mil personas, quienes habitan en medio del semidesierto de Barsaloi. “Allí la gente duerme sobre pieles de cabra”, anota el misionero a pocas horas de su partida. Sabe que su lugar está allí, con ellos, en quienes revive ese amor al prójimo que le inculcaron desde pequeño.