Un japonés en el Oriente
El amor y la belleza de El Carmen de Viboral lo llevaron a dejar su tierra natal y a cambiar la cocina por las escobas
Por Saúl Álvarez Lara
Vi a Junzo Hattori un sábado de mañana en el parqueadero de Gualanday, el centro comercial sobre la carretera de Llanogrande. Lo vi de lejos junto a unas varas de bambú sostenidas en la canastilla de una bicicleta donde, lo noté luego, llevaba también el fiambre para la jornada, una gorra y otras herramientas. El sol de tierra fría rechinaba pero Junzo parecía fresco. Atado al manubrio un cartel anunciaba: “Escobas de bambú para barrer el jardín. Siete mil pesos”. Entonces me di cuenta de que era japonés. Ese día compré dos escobas por una razón sencilla: el ensamblaje, las varas de bambú unidas por un anillo, también de bambú más grueso, el palo sin accidentes y, sobre todo, el sistema de amarre que mantiene todo como una sola pieza hace que el objeto sea más que una escoba, que sea una pieza de diseño, además de una excelente escoba.
Junzo Hattori habla poco español pero sonríe con sus ojos finos y uno acaba por entenderse con él. Vive en la vereda La Chapa, más allá de El Carmen de Viboral. Nació en Yokohama el 12 de octubre de 1943. Es el menor de una familia compuesta por el padre, funcionario del servicio de correos, la madre y cuatro hermanos. Fue profesor de deportes hasta que una grave lesión de rodilla interrumpió su carrera y entonces se dedicó a la cocina. Tenía treinta años. Trabajó en el restaurante de la NTT (Nippon Telegraph and Telephone Corporation) y pocos años antes de jubilarse abrió su propia barra de comidas con fideos (noodles), sopas, ensaladas y sándwichs para pasajeros apurados en la estación de Tsujido, cerca de Yokohama y cerca, también, de la fábrica de Panasoniac donde trabajaba Fabiola Carrasquilla, una colombiana que fue al Japón a visitar a su hijo, le gustó, y se quedó allí trabajando.
Más de tres años Fabiola pasó frente al “Ryw” (El Dragón), el restaurante de Junzo, antes y después del trabajo y siempre notó que el hombre detrás de la barra se quedaba mirándola, algunas veces le pareció que la esperaba y le iba a decir algo pero nunca le habló. Hasta que una tarde, un jueves, el japonés se atrevió y le preguntó si aceptaba ir a comer con él. Fabiola dijo que sí y esa noche fueron a un restaurante en Yokohama. Así fue el primer día. Y así fueron los otros días hasta que se casaron, Junzo se jubiló y vino a Colombia a conocer a su familia política. Por razón de su trabajo Fabiola no lo pudo acompañar. Llegó a la finca en la vereda La Chapa donde vivía la familia de Fabiola y quedó encantado con el lugar, la calma, el aire fresco y la veranera frente a la casa. Lo había imaginado, sobre todo después de que Fabiola le describiera los paisajes, el clima, las montañas, las flores, pero la realidad superaba de lejos lo dicho por Fabiola y decidió vivir aquí.
Junzo regresó a Yokohama, convenció a su mujer de volver a Colombia y el 29 de marzo de 2007 desembarcaron con todo y equipaje en el aeropuerto José María Córdoba. Compartieron la casa de la veranera en el frente con la familia de Fabiola, más allá del Carmen. Le hicieron reformas, la pintaron de rosado, agregaron una habitación e instalaron allí un pequeño salón para tomar té, donde es costumbre quitarse los zapatos para entrar. Una estampa de Utamaro, el pintor del siglo 18, al lado de una vista del Monte Fuji y una lámpara en papel de arroz de tres cuerpos, recuerdan el Japón que Junzo dejó para no volver.
Su vida cambió. Difícilmente hubiera podido encontrar un lugar así en su país superpoblado. En lugar de las carreras, los horarios, el estrés, Junzo cuenta con el tiempo para montar en bicicleta, el único deporte que puede practicar después de la lesión, y observar el nuevo mundo alrededor. Un día, mientras reparaba las escobas de la casa, se dio cuenta de que era mejor hacerlas nuevas con el bambú que veía a lado y lado cuando salía en bicicleta. Montó un taller en el corredor de atrás de la casa, creó el diseño y se dedicó a ensamblar escobas. Intentó vender los primeros ejemplares en la plaza de El Carmen de Viboral, sin éxito. De esto hace cerca de tres años. Perfeccionó el ensamblaje y ahora Junzo sale todas las mañanas a recoger bambú, arma escobas en las tardes y los fines de semana las vende en Gualanday, –adonde se demora una hora para llegar en bicicleta–, o en El Retiro –a tres horas y media el trayecto hasta la plaza–, o en el Mall Llanogrande, a dos horas de camino. En cada salida lleva hasta siete escobas atadas a la canastilla de la bicicleta y no regresa a casa hasta que las haya vendido todas.
Junzo Hattori es un hombre feliz. Con la sonrisa en los ojos dice: “Gustar Colombia, vivir contento aquí…”.
Fabiola lo mira con ternura. Son una pareja feliz que un día, quizá, vuelva a Yokohama, “La tierra tira”, dicen por aquí.