Durante el mes de diciembre los grandes estudios agobian la cartelera de la ciudad y del mundo con Blockbusters y, en nuestro caso particular, la aderezan con comedias hiladas con chistes burdos. El despliegue mediático de estas producciones opaca y condena al fracaso cualquier película que se salga de estos parámetros, y los exhibidores, como es natural, prefieren apostar por lo seguro. Así las cosas la cartelera de diciembre parece siempre condenada a la precariedad.
El mes anterior fue curioso, se cumplió la norma y la excepción. Ante la oleada de películas comerciales, un “estreno” pasó, como las brisas suaves, desapercibido en las pocas salas en las que estuvo. En realidad, no era una película eran tres y tampoco era un estreno sino la conmemoración de los treinta años de uno de los proyectos cinematográficos más interesantes del siglo pasado. Azul, Blanco y Rojo, la emblemática trilogía de colores de Krzysztof Kieślowski, estuvo de nuevo en nuestra salas y la experiencia fue como la de quien vuelve a un viejo amor: felicidad teñida de nostalgia y de gratitud.
Los seguidores del cine del polaco pudimos disfrutar, como en los viejos tiempos, de las tres películas. Entrabas a enamorarte de Juliette Binoche en Azul, salías directo a Blanco para padecer a Julie Delpy y terminabas, apenas sin parpadear con Irene Jacob, en Rojo. Y lo mejor de todo, no ya en un pantalla de televisión, única posibilidad hasta ahora, sino en la oscuridad de una sala de cine. Digo, como en los viejos tiempos, porque hace poco menos de décadas, recuerdo que asistí a los mismos estrenos: Azul, Blanco y Rojo.
En aquellos tiempos fue Luis Alberto Álvarez quien se encargó de transmitirle a la ciudad su fervor por la obra de Kieślowski. Recuerdo asistir en tumulto cinéfilo al Mamm para ver las copias recién subtituladas por Álvarez y alguno de sus pupilos para que la ciudad pudiera disfrutar de un estreno que aún no nos llegaba a las salas de cine. Tendrían que pasar varios años para que llegaran a las salas y poder ver lo que ya Álvarez nos había mostrado. Así se formó la cinéfila de la ciudad, así llegaban estas películas en una época en la que no había plataformas y la pasión por el cine se alentaba en el boca a boca de los cine clubs, a las salidas de los festivales. En realidad, muchos empezamos a ver cine y pudimos conocer autores y películas de la mano de una cofradía que se había creado en el Colombo Americano en torno a Álvarez, a Paul Bardwell, a Orlando Mora.
Quise y quiso el destino que mi primera columna en este medio fuera no sobre un estreno, sino sobre unas películas, clásicas ya, que concitan la nostalgia y nos recuerdan que el cine algunas veces puede ser arte y perfección. Esta columna aspira a ser un viaje entre el pasado y el presente, una revisión de nostalgias y de amores, y a la postre, una declaración de principios. La idea es entablar ese diálogo con los lectores inciertos que depara una columna, hablar de cine y literatura, compartir esas dos pasiones intactas que, en mi caso, el tiempo no solo no devora sino que incrementa. ¡Acción!