Tita está llena de vida

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Con 87 años, la ceramista Consuelo Ochoa Ochoa sigue creando recuerdos para el mañana

Las esculturas de cerámica de Consuelo adornan la sala principal, el comedor y las demás habitaciones de su apartamento. Vive en el piso 15 de un edificio en El Poblado, del que tiene una mirada amplia sobre la ciudad. La mayor parte del tiempo lo pasa con Gloria, una amiga que la cuida y está al tanto de sus cosas; sin embargo la imagen de sus familiares la acompaña todo el tiempo. Sus hijos y nietos, o sino la inspiración en ellos, están congelados en las figuras de barro y arcilla que posan en las repisas y en el suelo. En su pequeño cuerpo de 87 años, se siente “¡grande, fuerte y colorada!” y el amor por la cerámica sigue más que vivo: “¡Hace parte de la vida, de mi dicha, saber que en el barro puedo realizar mis sueños!”.

Homenaje a los héroes
Homenaje a los héroes
Tea
Tea

A Consuelo le gusta hablar de cada una de sus figuras y explicar cómo las hizo, casi siempre con diminutivos. Lo hace con una voz dulce y pausada: “Este es macizo (refiriéndose al rostro de un prócer). Macizo es que uno amasa el barro y hace una base gruesecita con telitas para sostener la figura”. Repite varias veces, para que no se olvide, que a las figuras hay que hacerles unos huequitos que les ayudan a respirar, pues de no ser así, explotan en el horno. Estas se crean en su imaginación y a cada una les pone un cariñito. Por ejemplo coge un palito cualquiera y las llena de punticos. Su profesor Cristian Restrepo Calle le decía: “¡Consuelito, usted si es la más desocupada!”, pero en realidad la admiraba por su paciencia y perseverancia.

Entre las cerámicas que rodean la sala, está Tea, una llama de fuego que le regaló a su hijo José Vicente cuando terminó Odontología. Es el único hijo que aún vive con ella y su esposo Luis Vicente Vallejo y por eso muchas de las creaciones han sido para él: El amigo (una escultura de José sentado), Ternura (para su consultorio), Fiesta Mundial (que él nombró y pintó), Alazán (un caballo) y una todavía sin terminar. Cuando Consuelo hace una obra sabe para quién es y por qué motivo. “No, nada para amigos, ni para vender, solo para mi familia”, dice rotundamente. “Son para que mis seres queridos tengan un recuerdo para el mañana”.

“¡Hace parte de la vida, de mi dicha, saber que en el barro puedo realizar mis sueños!”.
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“En mi familia han sido muy estudiosos”, cuenta. Entre sus obras está Las primas, dedicada a sus nietas Catalina (biomédica) y Salomé (enfermera), cuando eran niñas. También hay para sus hijos Diego (veterinario zootecnista), Marta Lucía (odontóloga cirujana) y Luis Alberto (veterinario zootecnista). Luis Darío es el único que tomó el camino del Derecho, junto a su padre, uno de los fundadores de la Universidad Autónoma Latinoamericana. Aunque no les da cerámicas a sus amigos, ella, criada con carmelitas y salesianas, devota de María Auxiliadora y el Santo Padre, los bendice a ellos, a quienes han hecho posible su trabajo y a los que visitaron sus exposiciones en el Museo El Castillo, la Cámara de Comercio, la BPP… En una mesa pequeña, en el corredor, tiene una placa de la Santísima Virgen y un crucifijo que acompañó a su suegro hasta la muerte, y de vez en cuando pasa por allí y pide por la vida, la salud, la libertad y la paz del país.

Recuerda que su hijo José Vicente y ella entraron a estudiar un mismo día en 1985. Él al CES y ella a Bellas Artes. Siempre deseó hacer una carrera artística. “Yo no quería hacer solo ollitas, paisajitos… bobadas”, dice. Moldeó sus primeras figuras de arcilla en la Escuela de Artes y Oficios Tulio Ospina, donde también aprendió repujado en cuero y pintura en porcelana con su prima Amanda Gutiérrez, miembro de la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín. Un día salía de clases con sus compañeras y vio una exposición en Bellas Artes. “Entrémonos”, les dijo, pero ninguna quiso. Ella sí entró y terminó inscribiéndose en un curso con el ceramista Cristian Restrepo Calle.

El día del examen de admisión, un joven arquitecto que la vigilaba le preguntó: – “¿Señora, usted si cree que pasa?”. Pero ella, que no sufre de nervios y no se deja confundir fácilmente, tenía muy claro lo que quería y que aunque conociera al decano o su prima Amanda la pudiera ayudar a ingresar, lo haría sólo si se lo merecía. Tenía 35 años. “Era la única de edad”, cuenta. Quedó en segundo puesto y con una beca. Por esos días llegó donde Cristian, Alberto Saldarriaga, un joven contador que se quedó sin trabajo. Desesperanzado y sin nada fue a Bellas Artes a buscar refugio. Eso le contó el profesor a Consuelo. Como ella no necesitaba la beca, se la regaló a Alberto. Él es de sus pocos amigos que aún hace cerámica.

En El Retiro, donde Alberto tiene su taller, Consuelo quema sus figuras y compra los esmaltes. Para ella es esencial tener las manos limpias a la hora de trabajar. “Sin grasa, sin mugres, todo muy limpio”, insiste. “Esto es tierra, pero limpia, no de pantanos por ahí”, habla de la arcilla de sus engobes. Su pulcritud es tal que venció sus escrúpulos y mató con su mano a un zancudo que en ese momento se posó en la pared. “Ahora lo limpio”, dice, “yo le tengo mucho asco a esos animales”.

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Se asemeja a una muñeca. De niña era una consentida. Mamá Teresa, la abuela con quien creció en Yolombó, su pueblo natal, le tenía una modista para sus vestidos y los de sus muñecas. Así mismo consiente ella a sus nietos, como a Simón, que la adora y a sus nueve años ya ha hecho unas figuras imitando las suyas y le dice: ‘Tita, es que yo he aprendido mucho de ti. ¡Yo quiero ser como tú, una Tita contenta!”.

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