La tristeza por la derrota y la miseria subsecuente pueden ser hasta cuatro veces mayores que la alegría percibida por una victoria.
Por: Juan Sebastián Vélez / [email protected]
Cambia de línea el calendario y ya estamos, como cada semana, sentados frente al televisor haciendo fuerza por algún compatriota que nos representa en el evento deportivo de turno.
Al Mundial le siguió el Tour, luego los Centroamericanos, ya estamos en la Vuelta y ¿A quién vamos a alentar mentalmente esta vez? ¿A Nairo? ¿A Urán? Lo que hace pocos días colmaba nuestras emociones, hoy es brumoso recuerdo disperso en el frenético ciclo de las noticias. Sin embargo, no paramos, siempre estamos pendientes del próximo podio, somos fanáticos, no importa de quién.
Entregarles nuestra atención a los deportistas colombianos es quizás el antídoto nacional a la desolación del panorama político, una posibilidad de tener héroes reales y de sumar alegrías inofensivas. ¿Pero en realidad es así? ¿Somos más felices siguiendo con denuedo los deportes?
Consideremos al más popular: el fútbol. Yo fui uno de los pendejos que fue al Mundial. La felicidad que veían en Instagram era creíble, pero falsa. No voy a quejarme: estaba en Rusia, en verano, en un Mundial. Pero el balance emocional tras pasar un mes persiguiendo a la Selección es decididamente negativo. Déjenme contarles por qué.
Una apretadera continua
Los aficionados estamos llenos de agüeros contagiosos y entonces cada acto propio parece tener un impacto determinante en el resultado futuro del juego. Que usar la misma camiseta con la que vimos ganar a Colombia en Brasil. Que la manillita que tenía puesta cuando Nacional ganó la Libertadores. Que cargar el autógrafo de Falcao en la billetera. Uno sentía que la responsabilidad del partido estaba más en los rituales, que en las decisiones de Pékerman y las piernas de los jugadores.
Así pues, el viaje fue una apretadera continua de nalga, salvo el primer partido, donde todos llegamos triunfantes al estadio, mirando por encima a los japoneses. La realidad se tomó cinco minutos para morder: sin saber cómo, una expulsión, un penalti y la epifanía: me vine hasta aquí para que nos eliminen, soy el ser más estúpido del mundo.
El guayabo emocional duró tres días. Pero después llegaron los juegos contra Polonia y Senegal, los goles y la emoción de gritarlos con todas las ganas, de abrazar al de la silla del lado como si fuera el amor de tu vida, pese a que no lo conoces y en su casa es un tipo detestable. Cada gol una alegría visceral, absoluta. En una vida llena de momentos fabulosos, nunca he sentido nada comparable. Nada, ni el sexo con amor.
Pero, ¿compensa una dicha así la inevitable tristeza que se avecinaba? No. Ni siquiera borró el dolor de la derrota contra Japón. Y no soy yo, no es mi sensibilidad descalibrada. Un estudio recién publicado (Dolton y MacKerron, 2018) analizó a miles de hinchas de fútbol británicos y midió sus niveles de felicidad. Los resultados son deprimentes. Entre las conclusiones, obvias para un hincha, está que la felicidad y la tristeza por los resultados se magnifican si uno va al estadio. También, que la sorpresa amplifica los sentimientos: se siente mucha más alegría al ganar cuando tu equipo no es el favorito y se esperaba una derrota, y al revés. Pero lo más relevante es que el estudio demuestra que la tristeza por la derrota y la miseria subsecuente pueden ser hasta cuatro veces mayores que la alegría percibida por una victoria. Como es imposible ganar siempre, ser hincha de fútbol es irracional, o por lo menos, un pésimo negocio emocional.
¿Por qué entonces la gente sigue siendo hincha de equipos que nunca van a ganar nada como el DIM? Se ofrecen varias causas: la sobreestimación de la probabilidad de ganar, el recordar falsamente las alegrías como si fueran mayores de lo que fueron, la presión de grupo, entre otros.
Mi explicación es vivencial y, sí, irracional. Estar detrás del arco cuando Yerry Mina se lo clavó de cabeza a Inglaterra en el último minuto, pagó todas las derrotas de esta y de todas las vidas.