Subido al zarzo

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Muchos libros pecaminosos “para grandes” leí al escondido en el zarzo por la mañana bien tempranito, enfundado en mi sempiterna piyama Pleetway Caribú

/ José Gabriel Baena

Según la Real Academia, “zarzo” es: Del antiguo: sarzo, y este derivado de sarzir, zurcir, un tejido de varas, cañas, mimbres o juncos, que forma una superficie plana, o una cosa realizada con este tejido, o una palabra colombianísima para “desván”. Apegándonos a esta última, quiero decirles a los recién nacidos que para mí nunca significó desván sino, precisamente, zarzo (desván era para gente platuda).

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En mi antigua casa de infancia y juventud en el barrio San Javier, en un extremo del solar, había un tremendo, inmenso zarzo –al que había que subir por escalera de diez peldaños– construido a seis manos entre mi abuelo Jesús, mi tío Alberto y mi papá: la superficie plana la armaron con las cuatro puertas inútiles de un garaje, y allí se guardaron durante años objetos y armatostes de los tres, como por ejemplo fuelles de cuero para sostener la combustión de las hornillas donde hacia 1912 se cocinaba en las casonas, herramientas fabulosas del abuelo a las que les faltaba siempre alguna parte sin repuesto, restos de un telégrafo que había prestado servicios en Turbo antes de la guerra del 39 –de mi papá–, baúles de viaje en autoferro y otros cajones secretos de mamá Graciela. El zarzo estaba suspendido sobre un gigantesco artefacto de carpintería general, una enorme mesa tallada en un árbol del Chocó, delicia de los mozuelos, con sus correspondientes ingredientes suplementarios en un armario sellado, de herramientas alemanas e inglesas bien aceitadas, llaves, escoplos, niveles, cepillos de afiladas cuchillas, todo un mundo de educación sentimental.

Quitándome la gorra frigia que protege mi calvicie confieso que también el zarzo me sirvió a mí, ¡yo pecador!, a mis 13 años, para espiar por un agujerillo entre los ladrillos a las vecinitas adolescentes de la casa contigua, que se bañaban sábados y domingos con el chorro de su patio y después se sentaban a tomar el sol todas mojaditas, húmedas, desnudas… Eran un misterio que me cosquilleaba allá abajo, en las innombrables partes, nunca supe por qué ni nunca lo sabré, en general las mujeres siempre fueron para mí un territorio desconocido cuya exploración dejé a mis amigotes, hoy llenos de hijos. Pero justo ahora que empieza diciembre me he acordado tanto del zarzo porque hasta sus alturas, privilegio de los muchachitos y muchachitos Baenas, trepábamos no sé cómo con los suntuosos manjares de natilla, buñuelos, arequipe y hojuelas que nos preparaban mi mamá y Rosamontoya, la gentil señora del servicio, y allí tramábamos las travesuras de cada día en esas eternas vacaciones de las clases medias sin fincas, discretas y prudentes familias de barrio. Muchos libros pecaminosos “para grandes” leí al escondido en el zarzo por la mañana bien tempranito, enfundado en mi sempiterna piyama Pleetway Caribú, cada diciembre más pequeña, hasta su desaparición convertida en trapitos para el betún Cherry con chapetica mariposa que había inventado justamente Tío Alberto, un genio. El libro que más recuerdo haber leído en el zarzo fue La metamorfosis y otros cuentos, de un tal Kafka, traducidos por un señor Borges, editorial Sopena.

Y, finale, por estos días he leído con recogimiento de gripa la selección de breves columnas tituladas Caído del zarzo, de Elkin Obregón, en la antología bailable 2008–14 que publicó en libro el periódico comunitario Universo Centro, y debo decir que su inapagable melancolía me infectó dulcemente como una hostia pateada y blasfema. Comparto su amor zarzófilo por los teatros de antes, el Ópera, el Lido, el Metro Avenida y sobre ellos volveré a caballo, como el Llanero Solitario, algún atardecer.
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