Por Saúl Álvarez Lara
Hace años había transporte municipal en Medellín. Eran buses amplios que esperaban en Colombia con Carabobo la llegada de pasajeros para “otra banda”: Laureles, la Floresta o la América. Medellín era un pueblo grande. En ese tiempo los hombres cedían el puesto a las mujeres y ellas, en retribución, cargaban en su regazo lo que el hombre llevara en la mano. Si recuerdo bien, aquellos buses eran de color gris, con una banda azul alrededor.
A pesar de que aun hoy, lo he visto, quien va sentado, hombre o mujer, se ofrece para llevar lo que el pasajero de pie, hombre o mujer, carga con incomodidad, los buses grises y azules cedieron el paso a una gama infinita de modelos, colores, tamaños, rutas y empresas privadas de transporte en común. El transporte público pasó a ser transporte público-privado. La población de la ciudad se multiplicó y el número de usuarios y rutas también. Los buses recorren las vías principales y los recovecos de los barrios; paran donde los pasajeros les ordenan, hasta tres veces en la misma cuadra y, en ocasiones por la velocidad a la que circulan, la sensación de batalla campal por la conquista de un pasajero o por llegar antes que otro a una parada es inevitable. Se le conoce como la guerra del centavo, una batalla donde la tierra de nadie es el tráfico atosigado de todas las horas.
Soy usuario de bus, sobre todo a lo largo de la Avenida El Poblado, y debo decir que pocas veces me ha tocado un bus lleno hasta los topes; no viajo en horas pico, aunque no dudo que esto suceda en rutas con alto número de usuarios. Sin embargo, sí he tenido que esperar más de veinte minutos por el bus que necesito mientras, durante el mismo lapso, pasan cuatro y hasta cinco buses o busetas del metro o de otras rutas, vacías o con la mitad del cupo. He subido a buses con carrocería nueva pero con el mínimo de amortiguación. En casos así, la mezcla entre vías pobladas de policías acostados y velocidad, es un combinado de brincos e incomodidad, difícil de soportar por las bancas duras y de espaldar bajo, todo un reto para el equilibrio y la columna. El transporte en común deja, en general, un fuerte sabor a desorganización, falta de planeación, negocio y poca presencia del Estado.
En los buses, como en los lugares públicos, nadie mira a nadie, si mucho se observa de reojo y en general todos hacemos como si estuviéramos solos. Soy y seré usuario de bus como los empleados, los jubilados, las amas de casa, los estudiantes; las secretarias que se maquillan a pesar del vaivén; los mandos medios que gritan, juegan o chatean en sus celulares, o los que leen el periódico sin marearse; las chicas que miran por la ventanilla el paso de la ciudad con la mirada quieta y sin quitarse los audífonos; como los que suben a cantar y ofrecer lapiceros o confites a cambio de unas monedas, o los que no tienen con qué pagar el pasaje; como los que se duermen; incluso como los que se quieren bajar veinte metros después de la parada anterior… En fin, como todos los que vivimos en este Medellín que nos tocó en suerte y seguiremos siendo usuarios de bus por necesidad o por la íntima convicción de que utilizar el transporte público debe contribuir a la cultura ciudadana, a la convivencia, a la movilidad…