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Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa | ||
Mauricio tiene 35 años, tiene una pareja hace siete y no se ha casado. Vive en la casa de sus padres, aunque su salario le bastaría para independizarse con holgura. Sufre fuertes crisis de ansiedad que han llegado en algunas ocasiones a ser verdaderos ataques de pánico. Su relación de pareja es insatisfactoria.
Mariela de 50 años, no solo ha perdido el rítmico flujo de su menstruación, además considera que perdió un pedazo de su alma el día en que su hijo salió para siempre por la puerta de su casa, para formar su propio hogar. Padece lo que podríamos llamar un cuadro depresivo, el famoso síndrome de nido vacío. Oscar y Patricia decidieron divorciarse después de 20 años de matrimonio. Su hijo de 18 años se fue de la casa para conformar un hogar y ellos se dieron cuenta de que el único hilo que los mantenía bajo un mismo techo era la paternidad compartida. Ya sin los hijos sus cuerpos empezaron a estorbarse mutuamente y sus conciencias se dieron cuenta de que sus almas estaban irreconciliablemente alejadas. Estas son manifestaciones típicas de la vivencia que algunas personas tienen de la etapa del ciclo vital familiar denominada: plataforma de lanzamiento. En esta los hijos salen del hogar, entran en la adultez temprana (20 a 40 años) y eventualmente forman otro hogar; mientras sus padres se enfrentan a la entrada de la adultez intermedia (40 a 65 años) y a una profunda revisión de su situación existencial y de pareja. Todas son formas sintomáticas de desviar la mirada de la realidad y del tiempo y replegarse sobre los tentáculos de la comodidad, el miedo y el apego. Su precio es un desajuste creciente, la pérdida de fuerza existencial y una muerte letárgica frente a las exigencias de la propia alma. El desarrollo parece ponernos las cosas en términos de mutar o morir. Mauricio no sabe que su apego desmesurado por su madre conlleva un precio inimaginable: la frustración vital, esa sensación que todos conocemos y algunos a veces negamos, de estar traicionando los llamados que el alma tiene para nosotros: de partir hacia el gran viaje, la gran aventura que celebra, más allá de todo bien y de todo mal, bailando entre la tragedia y la comedia, la vida misma. Irá viendo cómo pasa el tiempo, y el apego que canjeó por el riesgo, ira atrapándolo todo, llenándolo todo y dejándolo vacío de todo. Propongo, sin titubeos y radicalmente, que una vida sin riesgo y sin entrega, conduce a la enfermedad. Me refiero al riesgo intrínseco de mirar la vida hacia adelante, de abrirse a lo nuevo, de saludar al presente con entrega, de crear, amar y procrear. Mariela no quiere ver a su esposo que la espera para vivir otro trozo de vida. Ella renunció a su alma. Se la entregó a su hijo tramposamente, para que cumpliera sus deseos de madre. Hizo una apuesta imposible, porque su hijo no era ella, y solo ella podría cumplirlos. No dejará a su hijo tranquilo cobrándole aquello que se llevó. Ella tampoco quedará tranquila; todos quedarán en deuda: su hijo con ella y ella con la vida. Oscar y Patricia se preguntan en silencio en qué momento se volvieron extraños. ¿Por dónde salieron silenciosamente los amantes para dejar que los padres asumieran el monopolio de la familia? Posiblemente en sus almas y sus pieles empieza a dibujarse una pregunta; algunos que la desatienden caen presa de la compulsión o el vicio, otros entregan su vida a responderla. Esta dice: ¿para qué he vivido? La vida tiene un curso, las contravías son tránsitos mortales, asesinos silenciosos, accidentes inevitables. No se deje confundir el lector por la blanda comodidad del apego miedoso; su acción es lenta, silenciosa, pero más fatal que cualquier accidente. R.D. Laing escribe: “las alas de la juventud no pueden impedir que las piernas de la edad avancen tambaleándose hacia el juicio final”. ¿Y que tal que el juicio final tenga una balanza donde, más allá de los ceros de una cuenta y los diplomas, se evalúe la autenticidad de nuestra entrega al mundo y a la vida? Al menos parece bastante razonable. |
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