Según Stephen Jay Gould, gracias a “un glorioso accidente evolutivo llamado inteligencia hemos llegado a ser los administradores de la continuidad de la vida en la Tierra”. Estamos a tiempo de imaginarnos -y de construir- un futuro en el que todos quepamos.
Se nos acaba el 2022, y muchos estamos entrando en una especie de “período de reflexión”, en el que hacemos un balance del año que termina y nos empezamos a trazar metas y objetivos para el año que arranca. En este tiempo, cosechamos nuestros aprendizajes, los cuales podrán ser parte de nuestra cajita de herramientas para el futuro, y, también, solemos agrandar nuestra lista de deseos y sueños, con ideas y proyectos nuevos. Aunque esta lista varía según el contexto de cada persona, resulta que siempre, siempre, está atravesada por nuestra capacidad común de proyectarnos más allá del presente -si no lo hiciéramos, ¿cuál sería el sentido de tener una lista de sueños y deseos?-.
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Pensar en el futuro, imaginárnoslo, hacernos preguntas sobre él, nos ha permitido desarrollarnos como humanidad. Gracias a visiones compartidas de futuro es que se han podido superar guerras, desarrollar tecnologías que nos conectan, encontrar curas y tratamientos para enfermedades graves, o formular acuerdos internacionales con objetivos comunes. Imaginar el futuro es, en definitiva, una capacidad hermosa que nos posibilita maravillas: sin ella, seguramente otra sería nuestra historia, y, en parte, gracias a ella, y a “un glorioso accidente evolutivo llamado inteligencia”, como decía Stephen Jay Gould, es que “hemos llegado a ser los administradores de la continuidad de la vida en la Tierra”.
Independientemente de que los argumentos de Gould nos convenzan o no (a mí sí tienden a hacerlo), la realidad es que los seres humanos nos hemos convertido en el principal agente de cambio de las condiciones de la Tierra: nuestro desarrollo, que en general ha estado tan ligado a nuestra aptitud de proyectarnos más allá del presente, también ha estado íntimamente conectado a la biósfera del planeta, aunque apenas ahora nos estemos dando cuenta. Gran parte de las actividades humanas han dependido -y dependen- de elementos que provienen de la naturaleza (por ejemplo, el petróleo, el agua, la madera, los alimentos, los minerales); desafortunadamente, a nosotros se nos ha olvidado meterla a ella en nuestras ecuaciones de futuro, dando como resultado problemáticas tan complejas como la crisis climática o la pérdida de biodiversidad.
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Así, hoy nos encontramos en un punto de inflexión de nuestra historia, en el que, de una manera un tanto análoga a nuestro “período de reflexión” de fin de año, también estamos llamados a hacer un balance del camino recorrido y a tomar decisiones contundentes acerca de nuestro futuro y del resto de la vida que habita la Tierra. Por primera vez contamos con conocimientos sólidos y suficientes sobre el impacto de nuestras actividades en el ambiente, y las soluciones para prevenirlos o mitigarlos están en nuestras manos. ¿Aprovechamos, entonces, el poder que esto nos confiere para hacer una lista de deseos que incluya a los humanos y a todas las formas de vida del planeta? ¡Estamos a tiempo de imaginarnos -y de construir- un futuro en el que todos quepamos!