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Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa | ||
Se me vienen a la mente varios casos de personas necias y ridículas: Lao Tse vivió como un viejo loco cabalgando su buey, Buddha dejó un palacio lleno de placeres para sentarse en un barrizal con los mosquitos a la orilla de un río, Diógenes hizo de la filosofía una vida de perro, Sócrates se envenenó en honor a la verdad, Jesucristo se crucificó por no seguirle la corriente a Pilatos, Sigmund Freud perdió su reputación médica por hablar de sexo cuando aún era tabú y Steve Jobs abandonó la universidad a los seis meses y se puso a vagar como un hippie y a jugar con aparaticos electrónicos.
Todos ellos fueron ridículos. En algún momento fueron repudiados, sancionados, expulsados, exiliados, incomprendidos, juzgados y hasta asesinados. Fueron “niños malos”, transgresores sociales. Todos ellos rechazaron costumbres, supersticiones y dogmas, para buscar su propia verdad. No vivieron bajo la sombra de nadie. Lao Tse no fue taoista, Buddha no fue buddhista, Jesucristo no fue cristiano. Fueron simplemente ellos. Todos fueron ridículos porque se aventuraron a asumir su diferencia. Pagaron el precio de vivir su propio camino. Pensaron distinto, rompieron paradigmas, creyeron en sus vocaciones. No quisieron pagar el tributo de venderle el alma al diablo y vivir una vida prestada sin enfrentar la incertidumbre de la búsqueda y la responsabilidad. Todos ellos dejaron legados que transformaron a millones de personas que no fueron ridículas. Tal vez por eso decía el filósofo Mircea Eliade –otro personaje ridículo– que “todo lo que no es ridículo, es caduco. […] A menudo la mediocridad tiene como atributos ‘perfecto’ y ‘definitivo’”. Estoy de acuerdo con Eliade. Veo lo perfecto y lo definitivo como dos atributos de la limitación y el sufrimiento humano, ya que contravienen las formas básicas de la vida, donde nada es perfecto ni definitivo. Eliade va más allá; dice que “el ridículo se resume en esto: vivir tu vida, desnuda, inmediatamente, rechazando las supersticiones, las convenciones y los dogmas”. Lo cierto es que cuanto más personales, claros en nuestras intenciones, y congruentes entre nuestros actos e ideas, más ridículos somos. Existe por lo tanto una relación directa entre ridículo y honestidad. Si tenemos en cuenta cuanta fobia tenemos al ridículo, veremos cuanta deshonestidad nos cubre, y la deshonestidad enferma. A fin de cuentas podríamos retomar por última vez a Eliade cuando explica que el ridículo “es una fórmula lanzada por los hombres contra la sinceridad. No existe acto humano sincero que no sea ridículo”. Por eso le recomiendo al lector la siguiente prescripción ridícula: realice un acto ridículo una vez a la semana. Un acto que muestre un poco de los lugares que oculta, que lo libere de tantas aprehensiones y exponga su humanidad ante los demás. Un acto que inserte pequeños acontecimientos cotidianos que lo hagan menos dependiente de otras miradas, más impredecible, flexible e íntegro. No importa que tan serio, racional o importante sea, el ridículo siempre estará a mano para cuando quiera utilizarlo. Próxima columna: Consideraciones heréticas sobre la Autoconfianza. |
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