La muerte de Sara Millerey González, una mujer trans del municipio de Bello, no ha pasado desapercibida. Pero, tristemente, pudo haberlo sido. Como tantos de los otros 30 homicidios de personas LGBTIQ+ registrados en Colombia durante el primer trimestre de 2025 —15 de ellos en Antioquia—, su historia pudo haberse perdido en la indiferencia. Sin embargo, fue la brutalidad de su asesinato lo que nos obligó a mirar lo sucedido.
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Sara fue torturada con sevicia. Le fracturaron brazos y piernas antes de arrojarla a una quebrada. Allí permaneció durante horas hasta ser rescatada y llevada a un hospital, donde finalmente murió. Este es un crimen atroz, indignante, inverosímil. Pero, sobre todo, es una señal clara: los derechos humanos siguen siendo un acuerdo frágil cuando la ignorancia y el odio dictan las condiciones de normalidad.
La violencia que termina en asesinato no es un fenómeno aislado. Es la expresión final de un proceso más largo y, en apariencia, más sutil: la discriminación. Las microagresiones, burlas y descalificaciones, por pequeñas que parezcan para quien las comete, dejan heridas profundas en quien las recibe. Discriminar es deshumanizar. Y deshumanizar es el primer paso hacia la violencia física y, en última instancia, hacia el exterminio.
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Este crimen también revela un patrón más amplio. Muchos barrios de nuestras ciudades viven bajo un sistema paralelo de control: el de estructuras delincuenciales que administran el territorio y dictaminan justicia a su manera. La renuncia a hacer presencia o complacencia de las autoridades —cuando no es su conveniencia— permite que estas lógicas prosperen. Nos hemos acostumbrado a la ilegalidad y la violencia como si fueran parte del paisaje. Hemos normalizado lo inaceptable.
Michel Foucault, el teórico francés, escribió que a medida que evolucionaron los sistemas políticos —la forma en que nos organizamos como colectivo—, el castigo sobre el cuerpo fue reemplazado por formas más sofisticadas de control social. Pero, cuando el Estado no está presente, lo primitivo regresa. ¿Qué impulsó a un grupo de personas a ensañarse con el cuerpo de Sara? ¿Qué mensaje creyeron enviar? ¿Por qué se sintieron autorizados a hacerlo?
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Ser trans no es una enfermedad. Ser sexualmente diverso no es un crimen. Quienes piensan lo contrario están equivocados. Sostienen sus prejuicios en temores infundados y en ideas rígidas de naturaleza dogmática. En una democracia, mis derechos terminan donde comienzan los de los demás. Y todos, sin excepción, tenemos derecho al libre desarrollo de la personalidad y a vivir sin miedo por ser y expresar lo que somos.
Los asesinos de Sara se equivocaron no solo porque le arrebataron la vida. También intentaron enviar un mensaje “correctivo” de odio y miedo. Pero el efecto es otro. Su crimen nos obliga a hablar, a no callar, a reconocer que necesitamos actuar colectivamente para erradicar la violencia basada en la diferencia. Es un llamado urgente a la tolerancia y la sana convivencia. Que el sinsabor de este crimen nos sirva para revisar si, en nuestro día a día, con nuestros actos o palabras, también discriminamos a otros.
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No seremos una sociedad justa si permitimos que alguien sea excluido, violentado o asesinado por su identidad. Una sociedad de iguales no significa que todos lo seamos, sino que todos tengamos el mismo derecho a ser distintos. Esto no es una utopía ingenua, sino un horizonte ético necesario. La diversidad no es el problema. Es, en realidad, lo que nos hace profundamente humanos y valiosos.