Por: María Isabel Abad L. / [email protected]
Y así fue. Roberto hizo la mejor función de su vida, también la última. Dos años atrás, se había ido de Armenia a Bogotá a estudiar Derecho. Seguía un legado familiar: su papá, ingeniero químico y tres veces alcalde de Armenia; su mamá, bacterióloga y primera mujer representante a la Cámara por el Quindío.
Pero, al llegar a Bogotá, tuvo la fortuna (¿buena? ¿mala?) de conocer a Santiago García y a su grupo de teatro; por dedicarse a la actuación, perdió todas las materias de Derecho. De eso se enteraron sus papás, quienes, sin anunciarle, fueron a la función. Y al finalizar, muy sorprendidos, le dijeron: “Como abogado eres un excelente teatrero. Hasta hoy te giramos plata”.
Fue así como Roberto regresó al Quindío a trabajar un tiempo en las fincas de su papá.
Y allí se hubiera quedado, si no hubiera tenido, en su memoria de niño y adolescente, las improntas de dos referentes importantes: su tío abuelo paterno, de La Unión (Oriente antioqueño), que, pese a su barba y su pelo largo, lo llamaban el tuso; filósofo, descalzo, sanador, liberal y literato tachado de loco, cuando Roberto lo conoció de ocho años, se sintió al frente de un ser imantado.

Y el abuelo materno: antioqueño, constructor de las vías del ferrocarril y las carreteras de Bogotá al Pacífico y para él, proveedor de inquietudes, de libros y de conversaciones, que le abrieron el mundo más allá de las dos cordilleras, que como plantas carnívoras atraparon a tantos de su generación en el Quindío.
Sabiéndolo o no, Roberto, en adelante, se encargaría de fusionar por dentro estos dos legados: la fuerza del brujo y su conexión con la tierra, junto a la conquista de nuevos caminos de su abuelo materno, en una vida cuya misión ha consistido en descubrir el mundo de las raíces ancestrales en toda América. Pero vamos más despacio.
Estudiar y desaprender
Porque para saber tanto como hoy sabe de todas las comunidades indígenas del continente, desde los Inuit, en Groenlandia, hasta los Mapuches, en Chile; para haber transitado por los tres mundos, que como hilos invisibles atraviesan la cosmogonía de estas culturales ancestrales: el inframundo (de la serpiente), el mundo del medio (del felino) y el mundo de lo divino (del cóndor o el águila) y haber descubierto semejanzas profundas más allá de las diferencias entre todas ellas; para haber trazado una diagonal perfecta que une las ciudades amerindias, construidas por pueblos que ni se conocieron en tiempos distintos; para saber lo que cifran el tres, el cuatro y el siete; para leer como en un libro los objetos del Museo del Oro y hacer hoy excursiones y conferencias a los lugares ancestrales; para ser un experto en chamanismo y en mitología americana, Roberto tuvo que estudiar, luego de salir por segunda vez del Quindío.
Cuatro años de Biología, en Bogotá; Métodos de Investigación durante un año en Maguncia (Alemania); cuatro años de Antropología en Ciudad de México e, inmediatamente, apenas se graduó de todas estas carreras, comenzar sistemáticamente a desaprender las lecciones de la academia en consecutivas iniciaciones con sabedores, entre caminos y selvas de todo América.
El primer rito de paso y su gran salto al desaprendizaje lo vivió en el Amazonas.

1973: tenía 22 años y hacía parte de una comisión que recaudaba pruebas para expulsar al Instituto Lingüístico de Verano, que ya había sido expulsado de Venezuela. Temían que el supuesto apostolado que hacía el Instituto a los pueblos indígenas encubriera una empresa extractiva.
Después de entrenarse en sobrevivencia con el Ejército, durante varios meses en los cerros de Bogotá, llegó a un campamento en Yuruparí, en el corazón del Amazonas, muy cerca de la casa de Iko, un indígena Kubeo, que lo adoptó. La rutina de Roberto, Carlos Rojas (artista y antropólogo) y del equipo, consistía en presentar informes al Ministerio de Defensa y a la Universidad Nacional.
Inventariaban especies y cada dos meses volaban a Villavicencio en aviones, que fueron destruyéndose en accidentes posteriores. Antes de afeitarse la barba y de enviar los informes por correo a Bogotá, se comían un helado dulce para compensar tantos días de pescado salado, casabe y carne de monte.
De nuevo regresaban a internarse en la selva para seguir inventariando especies. Un día encontró una bromelia enorme: blanca, imponente, extraña. Envió su foto a Bogotá. No estaba registrada y debía enviarla. Soñó un nombre en la nueva especie: el suyo… una restrepensis. Le pidió ayuda a Iko para cortarla y meterla en un folio de herbario para que se secara.
Y él, en un lenguaje que inventaron para compensar el mutuo desconocimiento del español y el Kubeo, le dijo: “Yo no le ayudo. O usted es bruto o es loco”. “Iko”, cuenta, “me acercó a la flor, una microbiota maravillosa vivía en sus bordes; millones de seres estaban ahí”. Le explicó entonces, que cada ser era un mundo, custodiado por un espíritu. Cortar semejante mundo significaba desafiar a un gran espíritu. “Es como si alguien muy interesado en el planeta Tierra, lo prensa, lo seca y lo manda a estudiar, a costa de todos los que vivimos acá”.
En ese momento, Roberto sintió que eso era cierto. Escribió a Bogotá manifestando su negativa de aplastar esa flor/planeta. Huidobo, ecólogo prestante y encargado de recibir sus informes, le respondió a su correspondencia diciendo: “Roberto: ya te dio el síndrome amazónico; necesitás volver a Bogotá para que un psicólogo te vuelva a cuadrar”.
Pero en lugar de tomar el camino de la “normalización”, Roberto prefirió cuestionar la epistemología en la que cimentaba su saber, ese que separa el cuerpo del alma y pone al hombre en un pedestal. Renunció a la comisión y descubrió, en otro momento, que todo su arsenal teórico no le servía para sobrevivir en la selva y que sólo los sentidos integrados garantizan la resistencia y la armonía.
Lo supo cuando, en un mal genio, se separó del grupo de indígenas que caminaba con él hacia un lugar/santuario en el Vaupés, donde se reproducen los jaguares. Al apartarse del grupo, no advirtió la presencia de una mapaná enorme, que se camuflaba en el suelo. Iko y su grupo de acompañantes nativos, al ver que casi lo pica, no lo podían creer.
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“¿Usted no vio?”, le preguntaron; “no vi qué”, “el tumulto de hojas donde se escondía la culebra”. “¿Usted no oyó?”, insistieron desconcertados. “No oí qué”, “el sonido lejano de los micos aulladores advirtiéndole a los otros que no bajaran”; “¿usted no olió?”, “no olí qué”, “el perfume que sale de la serpiente”. Ahí comenzó a desarrollar una humildad con la que no venía de fábrica y a disponerse a escuchar ese vasto conocimiento que los sabedores van susurrando poco a poco solo cuando creen que hay quien los escuche.

Así ha pasado la vida, en aventuras existenciales con su primo y amigo Mauricio Puerta (considerado por muchos el astrólogo más importante que ha tenido Colombia, consultado por mandatarios, celebridades y aprendices), en Tierradentro, en Perú, en Bolivia; con su mujer Marta Lucía y sus dos hijas, viviendo como un albatros que solo para en su casa de San Antonio de Pereira (abajito de las montañas que habitó el Tuso), en los intervalos de los viajes.
Recibir lo entregado
Tiene amigos entre los Hopis, los Q´ros, los Huicholes y los mamos de la Sierra Nevada, entre muchos otros. Sigue recogiendo y entregando ese saber milenario, que cree que está listo para expandirse hoy. Lideró en la Unesco el programa Agua y Cultura de los Países Andinos y habla del agua en el sentido más técnico y más metafórico. “Lo que más nos falta es fluir, todo nos lo queremos apropiar y en esos pozos, sin entrada o sin salida, nuestras aguas se pudren o se evaporan”. “Ahora el mundo es como un vaso de agua revuelto en el que toda la mugre que hemos creado como cultura, como civilización, está saliendo para que la miremos y ante eso tenemos dos caminos: o la limpiamos o la bebemos y nos envenenamos”.
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“¿Y cómo hacer?, ¿cómo hacer para que eso no suceda?”, le preguntan. Él responde con un conocimiento que es la perla que ha extraído después de cientos de kilómetros andados y conversaciones sostenidas: la idea doble de la Crianza Mutua. “Primero: yo crío para ser criado (el agua, las relaciones, la conversación), yo siempre me crío en relación. Segundo: como yo crío, soy criado. Si es con cariño, con respeto y con dulzura, eso me llegará de vuelta”.
Y así cierra Roberto, así de sencillo, así de profundo. Ese hombre cuya humildad no hubiera tal vez reconocido el joven de los 21 años, Leo ascendente Leo (según la astrología), antes de entrar en los secretos de Iko y del Amazonas, y que se refleja ahora en sus ojos azules: limpios como el agua más limpia, esa que como hombre puente entre lo milenario y lo contemporáneo, heredero revolucionario del Tuso y de su abuelo Arcila, nos quiere enseñar a manejar.