¿Quién vigila a los vigilantes?

Durante décadas, las organizaciones han premiado al que parece tener todas las respuestas. Se ha construido la imagen del líder invulnerable, estratega infalible, experto técnico y emocionalmente impenetrable. Ese molde —tan cómodo como obsoleto— hoy se resquebraja frente a un entorno que cambia más rápido de lo que los organigramas pueden digerir. No se trata de si se necesita un nuevo liderazgo, sino si estamos dispuestos a dejar morir al viejo.

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El avance de cada transformación organizacional no está supeditada únicamente a la acumulación de logros ni la retórica del éxito, sino a la capacidad de los líderes de estar presentes, de escuchar atentamente, de reconocer que liderar no es controlar, sino habilitar. El líder actual no se define por la autoridad que impone, sino por la seguridad que inspira. Y eso exige algo que pocos manuales corporativos se atreven a mencionar: vulnerabilidad y presencia.

Este nuevo liderazgo, lejos de ser una tendencia blanda o una moda conceptual, es una necesidad. Las nuevas generaciones no buscan figuras autoritarias; buscan referentes humanos. No quieren ser dirigidos; quieren ser inspirados. En lugar de políticas rígidas, esperan espacios en los que puedan expresarse, equivocarse, aprender y crecer. Ante eso, un líder que se limita a “gestionar el cambio” está, sin saberlo, quedándose atrás.

No se trata solo de lo que el líder hace, sino de por qué lo hace. Esa diferencia, a menudo sutil, define si su equipo lo sigue por convicción o por obligación. Las personas no conectan con funciones, sino con propósitos. Cuando el propósito es claro y compartido, la confianza se vuelve natural y el compromiso, genuino. Esa coherencia entre lo que se cree y lo que se hace es lo que transforma al autoritario jefe en líder. Es a partir de esa mirada de donde se construyen culturas fuertes, capaces de sostenerse incluso en medio de la incertidumbre o las mismas crisis.

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El cambio no se gestiona desde el control. Se lidera desde la conciencia. Ya no es suficiente con saber de números o procesos. Hoy, un buen líder necesita entender a las personas. Saber cómo conectar con ellas, cómo leer el momento emocional del equipo, cómo identificar tensiones invisibles que ninguna métrica de desempeño revela. Y para lograrlo, debe partir por un acto de valentía: mirar hacia adentro.

El liderazgo humano no es una utopía idealista. Es una práctica real y exigente que parte del autoconocimiento, de reconocer las propias sombras y contradicciones, y aun así comprometerse con un impacto positivo. No se trata de mostrarse perfecto, sino auténtico. De alinear las palabras con las acciones. De liderar con el ejemplo, incluso cuando nadie está mirando.

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Liderar hoy no es tener siempre una respuesta, sino tener la valentía de hacerse las preguntas incómodas. No es ser el primero en hablar, sino el último en juzgar. No es proyectar perfección, sino encarnar humanidad. No es saber intervenir, sino aprender a escuchar.

En últimas, el impacto de un líder se mide en las personas que transforma. Si sus acciones inspiran a otros a crecer, atreverse, equivocarse y volver a intentar, entonces está liderando. El líder que no se permite dudar, cuestionarse, volver a empezar, está condenado a repetir patrones caducos y a convertirse en una pieza más del sistema que prometía transformar. La conclusión es tan simple como incómoda: el líder que no se transforma, no podrá transformar nada.

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