Todas las actividades humanas tienen un impacto sobre la naturaleza. No podemos pecar de ingenuos al pensar que alcanzaremos la armonía total entre los sistemas humanos-tecnológicos y los naturales.
Es común romantizar la naturaleza como un ser perfecto, neutro y justo. Estos valores, sin embargo, son asignados por nuestra experiencia, nuestros principios y nuestros imaginarios. La naturaleza no tiene esas preocupaciones morales o éticas: solo es.
Ahora, otro tema son los servicios que nos presta, también llamados servicios ecosistémicos. Ahí sí estamos hablando de un problema real. Que sea justo o no talar un árbol es un tema difícil de resolver. Que sea correcto o no matar ballenas, vacas o cerdos, también. Otra cosa es el hecho de que sin los sistemas naturales no hay agua, no hay comida, no hay fauna, no hay purificación del aire… ni siquiera hay materiales para construir sus posibles reemplazos artificiales.
Muchos entienden este hecho. Gracias a esto se han creado mecanismos que, efectivos o no, buscan evitar o disminuir el impacto de los grandes proyectos sobre la supervivencia humana, sobre el bienestar de las comunidades y, sobre todo, sobre la capacidad de los sistemas naturales de seguir permitiendo que la vida exista en este planeta.
Quiero confiar en que las decisiones se tomarán de la mejor manera, y sobre todo pensando en la mayoría, no en unos cuantos; en el futuro, no solo en el presente; en la vida, no en la plata.
Proyectos como el puerto de Tribugá tienen que obtener una licencia ambiental y cumplir con un número de requisitos técnicos. ¿Estaré pecando de ingenuo al sentirme tan seguro de que, por lo menos la primera será imposible de conseguir, considerando la fragilidad y el valor ecosistémico de este tesoro natural?