“Tantas veces me mataron, tantas veces me morí…” La Cigarra, trova de María Elena Walsh
El hedor y la oscuridad en el zaguán del inquilinato donde vive doña Celia, evocan las fauces de un lobo. La luz al final de ese túnel conduce a un pequeño patio de escobas atestado de juguetes viejos, donde corretean dos de sus nietos; entre tanto, “La Saly”, su hija de veinte años, arrulla a un bebé de tres meses.
Sobre la puerta principal cuelga una placa rústica, similar a otras tantas que demarcan numerosas casas y edificios del vecindario: “Se alquila pieza para persona sola”. Afuera, en las calles de Lovaina, al nororiente del barrio Prado, los muchachos sin miedo se lanzan en bicicletas loma abajo por la 68. Tres esquinas hacia el norte, en la frontera invisible de la calle 71, unos niños en corrillo quiebran adobes sobre el pavimento y dibujan el perfil de las montañas con los fragmentos. Las aceras son su lienzo.
Doña Celia, famélica y desdentada, les echa ojo a los chiquitos en el patio, mientras recibe la visita de un líder comunitario.
–Vea, es que para lo de la guardería necesito resolver lo del Sisbén de John Alexander –señala con la mirada a uno de sus nietos, que pedalea en la rueda libre de un triciclo desbaratado.
–Sí, doña Celia: usted tiene que arrimarse donde le voy a indicar y allá entrega los papeles que le anote en esta lista.
Un tanto desconcertada, observa al hombre escribir en su libreta, reclinado sobre el poyo de la cocina. No hay estanterías, solo un arrume de botellas vacías de plástico, un par de platos y varias ollas de metal opaco, martilladas por el exceso de uso. No hay rastros de comida.
Entre plantas de penca sábila y una frondosa enredadera de cidras (listas para echar en la olla de los frisoles), la parte trasera del inquilinato se convierte en un corredor de piezas improvisadas, doce espacios tuguriales divididos con placas de tríplex y retazos de otras maderas, cuyas imperfecciones son recubiertas con afiches del Nacional e imágenes religiosas. Todos los inquilinos comparten un solo baño.
En la pieza más cercana a la cocina, con las paredes atiborradas de muñecos de peluche en mil tonos grisáceos, “La Saly” acuesta al bebé, su segundo hijo. Se prepara para salir: raspa el último vestigio de un polvo facial Vogue y busca cómo despojar su piel y su memoria de los vahos de sudores ajenos, trapos húmedos, vapores de cocina y pisos trapeados sin detergente. Del olor a inquilinato. Llena la cuenca de su mano con la loción del bebé. La frota en su cuello, nuca y hombros semidesnudos, con la misma ilusión y sensualidad de una diva que se baña en Chanel N°5.
Por efecto de las migraciones campesinas, la proliferación de inquilinatos es un fenómeno creciente en Medellín desde los años 50. En el barrio Prado este tipo de vivienda ejerce presión desde los bordes hacia adentro, a partir de lugares como Lovaina y el sector de la Basílica Metropolitana.
La vulnerabilidad de los inquilinos –de bajos ingresos, inestables laboralmente, muchos de ellos con necesidades básicas insatisfechas– y la falta de políticas públicas sobre los inquilinatos han logrado que esa forma de habitar sea, tal vez, la estocada definitiva en el ya prolongado proceso de decadencia de Prado.
El tradicional barrio, surgido de los sueños de Ricardo Olano, es un mito, el tesoro de las élites paisas. La vocación de su suelo se ha transformado de residencial a lugar de acogida para hospitales, hogares geriátricos y de paso, u oficinas de organizaciones no gubernamentales (algunas establecidas allí con la esperanza de ejercer un control social). A la par, persiste la lucha para instituirlo en distrito cultural.
Prado es la joya de la corona. Lo quieren conquistar los urbanizadores a quienes les conviene la depreciación de las propiedades, y también las estructuras del crimen organizado, como la Oficina de Envigado, que buscan integrar el barrio al corredor de microtráfico que se extiende desde el norte del Valle de Aburrá y desemboca en el Centro de Medellín. Entre las zanjas urbanas trazadas por Barranquilla (calle 67) y la Avenida Oriental (calle 58) existe un territorio de dominio imprescindible.
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“La sensación de seguridad se afecta con la presencia de inquilinatos: ruidos de peleas nocturnas, gritos en la noche. El vecindario se ha transformado; cada vez hay más indigentes, travestis, gente con apariencia de ladronzuelos”, dice Carlos Ciro, poeta y traductor, quien vive desde su infancia en la carrera Sucre (47), entre las calles Urabá (62) y Moore (61), en uno de los lotes más antiguos de los que se tenga noticia de construcción en Prado. Los planos originales, que reposan en algún rincón olvidado, datan de 1700.
No obstante, fue en el siglo 20 cuando por primera vez se consideraron esos terrenos al centro-oriente de la ciudad como propicios para el desarrollo urbanístico. La Sociedad Propietaria La Ladera fue una de las primeras en construir.
En 1907, Juan E. Olano, Enrique Moreno y Ricardo Olano le compraron a Manuel J. Álvarez un lote de más de cien mil varas entre las carreras Bolívar y Venezuela.
Ricardo Olano, liberal, oriundo de Yolombó, propietario de una fábrica de fósforos y miembro del Concejo de Medellín, avizoró una promesa de ciudad en las mangas de la colina detrás de la Villa Nueva. Entre sus pobladores había desde terratenientes con cuarenta cuadras hasta propietarios de media agua (casas de paja).
La primera vez que el industrial salió del país lo hizo por Barranquilla. Allí conoció el barrio “El Prado”. Fue tal su encanto, que se empeñó en levantar uno igual en Medellín, añadiéndole a su vez el concepto de confort entonces en boga en el sector de Manga (Cartagena). Con Olano llegarían otras revoluciones: ventilación, iluminación, aguas servidas, arborización y estética.
El industrial firmó un contrato para urbanizar con su yerno, Joaquín Cano, un hombre viajado, de familia liberal, quien se quedó con el alto que recibía los vientos y ofrecía la mejor vista. Su casa era un lujo, de tapias con acabado en cemento. Hoy, en esa cumbre está la iglesia del Espíritu Santo.
El 8 de mayo de 1924, Olano consignó en su diario: “Tengo sembrados un millar de pimientos y guayacanes para arborizar el barrio Prado”. Cuatro años después comenzó la construcción de tres casas en la esquina de Belalcázar con Balboa. Liquidaron la compañía y repartieron los lotes.
El primer dilema fue elegir la calle: pensaron en Bolívar (“El Llano”) pero su mala reputación los llevó a optar por Palacé. En 1934 instalaron farolas de alumbrado público. Cada una costó cincuenta pesos.
“El que no viviera en Prado era bobo o pobre –relata el historiador Roberto Luis Jaramillo–. Los menos pudientes compraron las tierras del Alto del Caballo para arriba, lo que hoy es Manrique”.
“El apóstol de las Mejoras Públicas en Colombia” –como se conocía a Ricardo Olano– fue el gran promotor de las ideas del City Planning, que consistía en “la reforma ordenada e higiénica de las construcciones urbanas, de los parques y de los jardines, y en general en todo lo que respecta a esa moderna ciencia que busca el confort para las personas”, como consta en sus memorias.
A lo largo de los años 20 y 30, Lovaina se convirtió en una suerte de París de la ‘Belle Époque’. Las noches eran agitadas durante el llamado “Periodo de las putas ilustres”: mientras los señores buscaban los placeres de la carne en las luces rojas de Lovaina –sitios reservados atendidos por mujeres sin reservas–, sus esposas frecuentaban a las hechiceras de la calle del Sapo (Niquitao), cuyos conjuros alejaban a sus maridos de las sinvergüenzas. Pero al alcalde Luis Peláez no le gustó: con el decreto 517 del año 1951, expulsó a las prostitutas y las desterró al barrio Antioquia.
A la sazón, algunos de los habitantes originales de Prado migraron hacia Laureles. Otros se fueron a vivir a los edificios “de renta” (vendían sus fincas, construían en la ciudad para alquilar apartamentos y se pasaban a vivir a uno de ellos). Después, los hijos fraccionaron las casonas de sus padres. Se convirtió en un negocio comprar casas grandes para dividirlas por dentro.
Por los corredores eclécticos de las aceras de Prado, donde las fachadas de estilo republicano convivían con el art déco y el noveau, deambulaba el filósofo Fernando González para hacerle visita ventaneada a Margarita, hija del expresidente Carlos E. Restrepo. Y es que entre los distinguidos habitantes del sector se encontraban además buena parte de la comunidad judía, el consulado español y personalidades de rancio abolengo como Luz Castro de Gutiérrez, Alejandro Ángel o Peter Santamaría.
“Prado es un mito histórico: es el barrio de un tipo de élite que durante un tiempo definió a Medellín”, dice Luis Fernando González, director de la Escuela del Hábitat de la Universidad Nacional. “Lo de las casas patrimoniales es una postura totalmente romántica: no son las grandes casas de los grandes diseñadores ni de los grandes arquitectos ni de los grandes acabados. Son grandes y ya. De Prado hay que rescatar el urbanismo”, agrega Roberto Luis Jaramillo.
El arquitecto Juan Guillermo Restrepo, quien también creció en el barrio, recuerda que en sus cuadras (Palacé, entre las calles 65 y 66) “siempre hubo un rondero privado y jamás se sabía de robos”. Recalca que, como hoy, Lovaina quedaba en las goteras de Prado: era una vecindad cuestionada por los moralistas, pero nunca violenta ni insegura.
El auge del bazuco a partir de los 70 lo cambió todo. Algunos prostíbulos se transformaron en inquilinatos y dominaron el panorama de Lovaina. Sin embargo, en 1995 el paso del viaducto del metro se dibujó como una esperanza, como también lo fueron la declaratoria del cementerio de San Pedro como museo cementerio, más el Planetario, la renovación del Parque Norte, el Parque Explora y la remodelación del Jardín Botánico. Pero no fue suficiente…
Algunos de esos inmuebles han sido declarados patrimonio; otros están bajo extinción de dominio o bajo edicto, o desatendidos por sus propietarios, cansados de no poder vender. Las casas, como las personas, se derrumban con el abandono.
Para júbilo de los urbanizadores acechantes, muchas de esas viviendas no cumplen con los requisitos contemporáneos de seguridad en la construcción: están listas para ser demolidas y reemplazadas por edificios.
Desde el año 2005, la familia de Carlos Ciro ha sido testigo de la transformación: “Las casas entran a la venta sin suerte y pasan a tener letreros de ‘se arrienda’ con todas las grafías posibles. Las casonas abandonadas son pobladas por indigentes”.
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“El hombre que busca pensión es un tipo sui géneris, y que vive exclusivamente para eso, para cambiar de pensión como el aficionado a la radio existe exclusiva y únicamente para ensayar distintos tipos de circuitos y aparatos”, escribió Roberto Arlt en “El que busca pensión”, una de sus Aguafuertes porteñas.
Las formas de habitar no convencionales, como los inquilinatos (el célebre de Raskolnikov, protagonista de Crimen y Castigo) y las pensiones, suelen ser miradas con reserva en sociedades conservadoras, de ideas ortodoxas: una familia es así y solo así, un ser humano debe vivir así y solo así, una vivienda es así y solo así…
En el Valle de Aburrá los inquilinatos tienen una larga historia. Si bien desde la Colonia existían residencias que albergaban a varias personas o familias, fue a finales del siglo 19, con la llegada de campesinos a la naciente ciudad industrial, cuando cobraron importancia. Un informe de la Comisión Sanitaria del año 1921 señalaba que en la calle San Juan, en las avenidas Sur y Amador, y en las carreras Tenerife, Cúcuta y Maturín, había inquilinatos “que estaban fuera de la ley por razones de hacinamiento y porque se dedicaban con frecuencia a la producción de alimentos a domicilio”. Desde mediados del siglo pasado se convirtieron en el albergue de quienes huían de la violencia partidista desatada en el campo.
Aunque los primeros inquilinatos de Prado más parecían pensiones –de pago mensual, con estándares de habitación más exigentes y huéspedes que compartían rasgos como el del origen geográfico–, los actuales se caracterizan por la precariedad y el anonimato.
Tanto en Lovaina (comuna 4, Aranjuez) como en Prado (comuna 10), la mayoría de los inquilinatos no exhibe en su puerta un nombre al público; sin embargo, la comunidad los identifica con algún apelativo: Pueblito Paisa, La Macabra, El Caguancito, La Oficina…
Este negocio no regulado, no considerado en la legislación vigente sobre vivienda, es clasificado de diversas formas: por su tamaño, tipo de administrador y de inquilinos, por los servicios prestados… No obstante, el criterio de elección más común es, tal vez, el precio: cada quien se queda donde puede pagar. El cobro es diario. Los precios en Lovaina fluctúan entre cuatro mil y catorce mil pesos la noche; entre Barranquilla y la Avenida Oriental tiende a incrementarse, la base está en diez mil pesos y puede subir hasta veinte mil.
En algunos inquilinatos de Prado las condiciones son menos hostiles: al abrir la puerta de las piezas de la terraza, el amanecer recibe al inquilino con una imponente panorámica de las montañas. El aire se respira puro y fresco afuera de la habitación con vista… aunque sin ventana. En este tipo de inquilinatos es permitido el pago mensual: 350 mil. Mil adicionales por usar la cocina, tres mil por el servicio de lavandería. En lugares así, el estado de conservación de los detalles originales de las casas (pisos en roble o comino, vitrales y rosetones) refleja el perfil de sus inquilinos.
Uno de los grandes problemas que presentan los inquilinatos en las zonas patrimoniales (fenómeno común en Latinoamérica) es la intervención en el diseño interior de las casas: los corredores se transforman en calles internas donde transcurre la vida comunitaria, con su mezcla de solidaridad y conflicto; las grandes habitaciones son divididas con materiales diversos: desde cortinas de tela o plástico hasta drywall y tableros en fibra de madera. Los techos altos se convierten en “palomeras” o especies de azoteas donde no cabe una persona de pie, su precio por noche es más bajo. En las terrazas de las casonas se construyen tantas piezas como sea posible acomodar… y ocultar de la mirada vigilante de la administración municipal. Los cubículos suelen carecer de cualquier otra forma de entrada de luz natural. Una casa grande (400 m2, aproximadamente) puede llegar a albergar más de 35 piezas. Las puertas de las piezas de los inquilinatos no suelen tener chapas: se cierran desde afuera o desde adentro con candado. Cada inquilino guarda la llave del cuarto que ocupa.
Es casi imposible encontrar un inquilinato sin servicio de televisión por cable: es la posibilidad de “vivir” una realidad paralela que ayude a escapar de la propia.
Las cocinas, baños y patios de ropa compartidos suelen ser los lugares donde se manifiesta lo mejor y lo peor de la condición humana. Antaño, en las terrazas o espacios abiertos, se cocinaba con fogones de leña; hoy se usan poco por cuestión de espacio, por la incomodidad de cargar la leña y, sobre todo, por no exponer ante los vecinos la precariedad de los alimentos que se cocinan.
“Entre los aspectos asociados al deterioro, desde el imaginario popular, están precisamente los inquilinatos, pues se endilga a este tipo de vivienda ser posada de aquellos que no tienen hogar, con lo cual se quiere decir que el inquilinato no es un hogar…”, analiza el estudio “Identificación y caracterización de los inquilinatos de San Benito, San Lorenzo y San Pedro de la ciudad de Medellín y formulación de propuestas de gestión” (2006), coordinado por la socióloga belga Françoise Coupé.
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“¿Es de verdad que van a tumbar todo por acá?”, pregunta Daisy*, ataviada con una toalla que apenas le alcanza a cubrir el torso y la mitad de los muslos.
Los habitantes de Lovaina están inquietos por el arribo reciente de encuestadores que tocan a sus puertas para recolectar información. Le temen al despojo.
Reclinada en su cama como una odalisca, frente a una panorámica de la zona nororiental, la travesti recuerda a su difunta madre, quien con solo catorce años llegó desde San Antonio de Prado a Lovaina para fundar una familia.
La sala de Daisy está llena de botellas de licor: “Se acerca mi cumpleaños que es como unos Premios Oscar, ¡qué pesar que Espacio Público ya no me deje cerrar la calle con carpas!”, exclama con indignación.
Su pieza, la torre del inquilinato de travestis del cual es propietaria, está decorada con láminas de pinturas clásicas de desnudos femeninos en posiciones sensuales. En la parte superior de su escaparate ostenta una colección de frascos de perfumes: “¡Nada más delicioso que un hombre te desnude y huelas por todas partes!”.
Hedonismo a flor de piel.
En los pisos inferiores viven las chicas de Daisy. Nada tienen qué ver con el aire reposado de su modelo cincuentona: a media tarde, desde las escalas, ya ensordece la música electrónica. Al ascender, el aroma del incienso de sándalo del primer piso súbitamente se convierte en una mezcla de olor a marihuana, pachulí, sudor y semen. Se preparan para buscar acción en las calles del Calzoncillo, la Lavandería Real y la 30.
África*, una figura de madre entre las travestis de Lovaina, reconoce que uno de los mayores riesgos en los inquilinatos como el que ella administra es la presencia de menores: “Las maricas no somos buen ejemplo para los niños de ciertas edades”. Le preocupa aquello del control sobre la libertad sexual de sus inquilinas.
Cuando las mujeres solas o las parejas buscan pieza, la primera indagación del administrador es por los hijos. En los inquilinatos evitan a los niños por el ruido, porque ensucian, porque hay adultos que los dejan encerrados mientras salen a rebuscar su sustento. Porque algunos son trabajadores informales o mendigan. Porque el reloj biológico de los hijos de las prostitutas suele sincronizarse con el de sus madres: duermen de día y comienzan el trajín por la noche. Corretean, juegan, gritan. Los rebotes de una pelota de fútbol a las 2:00 am enloquecen a cualquiera.
Los niños son testigos y, a veces, protagonistas de escenas de sexo y consumo de drogas. En Lovaina, las niñas en contextos de prostitución se encuentran en lavaderos de taxis y montallantas, de donde son llevadas a Casa Blanca –el prostíbulo más famoso de Prado– o a la Media Manzana.
Todo esto converge en el riesgo de que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar los descubra y retire la custodia de los adultos. Y se inicie un proceso de clausura del inquilinato.
Las llaves de don Luis* parecen el racimo de uvas de un próspero viñedo. El día que decidió dedicarse a la administración de inquilinatos no le pidieron hoja de vida: solo le preguntaron dónde vivía su familia (la garantía de que permanecerá callado en caso de indagatorias de las autoridades). Sus patrones no se han percatado de que ni siquiera sabe leer y escribir. De don Luis solo esperan la liquidación: cada dos días entrega las cuentas claras de cuatro casas de inquilinato, con 38 piezas y cinco apartamentos.
Este hombre de 65 años, nacido en Amalfi y criado en Segovia, lleva treinta años trabajando en Medellín. Su salario actual depende de la ocupación mensual en los inquilinatos que administra. Con un promedio de un millón y medio de pesos mensuales, mantiene a sus once hijos. No tiene seguridad social.
Antes de dedicarse a los inquilinatos, vendía cigarrillos, licor y confites en una chaza, en Junín con Pichincha: “La gente se acercaba para jugar cartas y fumar, pero los ‘tombos’ me empezaron a cobrar vacunas impagables, de hasta noventa mil pesos por semana. Me tocó abrirme”, recuerda.
Después administró casinos y vendió detergentes de preparación casera.
Todos los días hace la primera ronda de cobro a las 5:00 am: toca la puerta de las piezas, cuyos precios fluctúan entre seis mil y diez mil pesos, según las comodidades.
Su libro de cuentas es un cuaderno escolar con la imagen de un pingüino de colores y en la contratapa las tablas de multiplicar. Cada página registra una pieza, sin fechas, solo con dos o tres columnas que indican la cantidad de dinero recibido. No hay datos sobre egresos. Algunas páginas están marcadas en el reglón superior, con nombres o alias que alguien ha escrito por él: “Viejito”, “Alex”, “Raúl”. El método es simple, cada tachón equivale a un pago realizado. Una columna presenta una deuda de $95.000. No suele haber atrasos por tal monto: es hora de proceder al desalojo.
¿Y si el arrendatario se niega? Don Luis no se atreve a decirlo, pero es un secreto a voces: si un inquilino no paga, de “La Oficina” vienen a ‘saldar la cuenta’.
Lovaina y Prado constituyen lo que se podría llamar un “corredor” de microtráfico; la Oficina de Envigado domina el sector. No es propietaria directa de los inquilinatos, pero sí vigila que se conserve el “orden social” que le conviene establecer para sus negocios.
En estos sectores desprotegidos por el Estado, los cobros irregulares a cargo de criminales son democráticos y agnósticos: desde los vendedores de flores del cementerio de San Pedro hasta las iglesias evangélicas están obligados a pagar cuota. Dios también anda vacunado.
La declaración pública del dominio territorial de las bandas criminales comprende la presencia de sus esbirros en las esquinas y el cobro de vacunas, como también la impronta de una “X” sobre los afiches de las paredes (publicidad política, agenda cultural, etcétera). El sábado es el día de cobro de extorsiones en los inquilinatos; los recaudadores se mueven a sus anchas. Ni se inmutan ante el paso de las patrullas de la policía.
–Oiga, Luis, calmado con lo de anoche –le advierte un muchacho, dándole una palmada en la espalda.
–Usted sabe que yo vigilo que la gente no se me descarrile, que no tome ni fume. Puede que se fumen su bareto, pero donde los pille: ¡los echo!
–Calmado, calmado, hombe Luis…
–Yo les he advertido que no me guarden vicios ni fierros, que sus cositas queden bajo candado. Usted verá…
A las 2:00 pm es la segunda ronda de cobro y de inspección del estado de la propiedad. Entre las normas que don Luis impone, sin consenso previo con los inquilinos, se estipula que todos entren a las casas antes de las 11:00 pm.
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Desde los vagones del metro se observa la cúpula gótica de la iglesia de Manrique, la aureola de Lovaina. De sus aceras inclinadas despuntan acacias amarillas y azucenos, improvisados jardines de camarón rojo y san joaquines, en medio de lavaderos de taxis, carpinterías, tiendas de barrio y casas con piezas de alquiler.
Sus calles cuentan con vigilancia permanente, no solo de los patrulleros de la Policía Nacional; también de los campaneros de las bandas criminales, que en ciertos sectores se reservan el derecho de admisión. Fungen como guardianes de fronteras que no son “invisibles”.
“Hay ojos por todas partes: la Oficina de Envigado tiene mucha gente. Sabemos de fiscales que cobran en inquilinatos”, asegura Fabián*, habitante de Lovaina.
Las llamadas “cuevas” son la forma más precaria del inquilinato. Pertenecen a un submundo donde el dinero que se mueve va por cuenta del consumo de drogas.
Ni siquiera la luz del día logra restarles su aire siniestro. Un arrume de escombros conduce a un patio trasero bajo la sombra de un palo de mango, en lo que alguna vez fue el sótano de una casa. A la caverna oscura de El Caguancito no arriman ni las ratas; solo lagartijas blancas y regordetas cuyos movimientos súbitos en la oscuridad se asemejan a una danza de serpientes. Huele a orines, a excrementos, a mortecina. Una persona de baja estatura no cabría de pie en ese espacio. Sobre la losa resbaladiza por la humedad y el fango, hay una guitarrita de juguete en forma de mariposa, unas zapatillas plateadas, unos bluyines mojados. Y basura, mucha basura. Entre cenizas y restos carbonizados, una cosmetiquera con un labial, unas pulseras y una camándula.
En otra cueva, anónima, detrás del cementerio de San Pedro, una flor de batatilla se trepa por una malla vertical; más abajo, pedazos de lápidas grises se distribuyen caprichosamente como peldaños entre el terreno irregular de ese solar escondido: “Eres y serás la luz de nuestros días”, “Tu partida dejo en nuestras vidas, una gran tristeza que solo terminará cuando terminemos nuestro paso por la vida y al verte nos fundamos contigo en un abrazo, Te adoramos, Tus hijos” (sic).
Las cuevas son plazas de vicio, lugares donde se venden y consumen drogas. Cada una de ellas tiene cuatro personajes fundamentales: el administrador, que controla el pago por ingreso; el jíbaro, que vende la droga; el campanero, que avisa de la cercanía de la fuerza pública, y, por supuesto, los consumidores. Dentro de las plazas guardan armas de fuego “para poder responder cuando el campanero no hace bien su trabajo”, explica Fabián.
En las cuevas no se duerme, se consume toda la noche. Por lo general no tienen electricidad y cuentan con un solo baño, inservible. En el suelo, sea de losa, baldosa o tierra cubierta de rastrojo, es fácil encontrar diferentes tipos de “cueros” y papel de arroz –para envolver sustancias psicoactivas–, marcados con escorpiones, caballos, estrellas… cada uno representa distintos productores y distribuidores, grados de pureza. En diciembre, aparece en los papeles una marca adicional: ¡sorpresa!, el consumidor puede reclamar una segunda dosis. El aguinaldo.
Antes de llegar a la plaza de vicio, en algunas casas del sector empacan, pican, prensan, pesan y transportan la marihuana. El bazuco “se empaca por bombas (en forma de pelotica) –dice Fabián–; cada una trae 22 bazucos. Las cajas de marihuana contienen un promedio de trescientos baretos. El perico va en tubos”.
El Pueblito Paisa es un inquilinato que funciona en los bajos de un enorme sótano interconectado con otras plazas de vicio por medio de túneles. Algunas casas son laberintos subterráneos que pueden llegar hasta Balboa.
De acuerdo con una fuente de la Personería de Medellín, existe “un documento de la Casa Castaño donde se dice que Carlos y Fidel Castaño tenían unas escuelas para enseñar a desmembrar: enrolaban a su militante, le enseñaban cómo hacerlo y le entregaban diploma. Esa modalidad la impusieron acá: por eso los desmembramientos son perfectos”.
“La Oficina”, un inquilinato de tres pisos y un sótano, era una casa de pique. Sus bajos con salida a la quebrada, permitían arrojar al agua los cadáveres de personas torturadas o muertas por sobredosis. (Cabe anotar que estos terrenos de la ciudad son irrigados por numerosas quebradas como La Loca, La Bermejala y El Ahorcado, entre otras).
“La Oficina” fue desocupada porque los vecinos se quejaban permanentemente de los gritos y el llanto. Las escenas de horror.
Esa es una de las explicaciones al ruido de los sótanos: más que una competencia entre el poder de los parlantes, es una necesidad de aplacar los bramidos del submundo.
“La policía que esté por acá es porque también le pagan –asegura Fabián–, no hay ninguno que cumpla su papel decidido de funcionario”. Explica que los decomisos suelen ser muy superiores a los que informan en la prensa.
Según la Secretaría de Seguridad de Medellín, “la criminalidad en Prado puede estar influenciada por organizaciones delincuenciales que son ajenas al barrio. Con la ayuda de la Policía Nacional y las cámaras de seguridad, vigilamos y controlamos los corredores de fuga”. En Prado existen 23 cámaras de seguridad instaladas y seis cuadrantes. Cada uno cuenta con dos policías las 24 horas del día, siete días a la semana.
De acuerdo con las cifras oficiales, la criminalidad en Prado ha disminuido con respecto al índice reportado en 2005. Desde entonces, el año con más homicidios registrados fue 2008, con veinte casos; la cifra a 2015 (al cierre de esta publicación) es uno. El único homicidio en un hotel, motel u hostal de Prado, desde 2005 hasta hoy, ocurrió en 2012.
El papel de los ciudadanos ha sido crucial en el sector. Hace varias décadas, las hermanas adoratrices vinieron de Bogotá para trabajar con mujeres en contexto de prostitución en Lovaina. Las corporaciones Amiga Joven y Primavera Talentos trabajan por la comunidad con énfasis en la población de los inquilinatos. Sus aportes han sido esenciales en los estudios académicos sobre este fenómeno.
Un miembro de la Corporación Primavera Talentos explica que no existen planes generales de la administración municipal que mitiguen la situación de riesgo de la población de los inquilinatos. Con sus compañeros de trabajo se cuestiona sin cesar: ¿Qué población de los inquilinatos hace uso del Sisbén? ¿Cómo intervenir? ¿Para cuándo una política pública frente a los inquilinatos?
En los últimos años estas corporaciones no han recibido aportes de la administración municipal. El apoyo a muchas de las organizaciones no gubernamentales depende de los intereses electorales políticos y partidistas.
Es domingo en la mañana. Con su nieto de tres meses en los brazos, doña Celia sale a tomarse un tinto en la tienda que queda debajo de La Macabra. La gente habla de lo mismo, del misterio de los encuestadores de Ruta N, del rumor de que “van a tumbar todo por aquí”. Aprovecha para asolear la cabecita, llena de pelusas desordenadas, que asoma entre una bayeta blanquecina.
–Qui’hubo pues, doña Celia, ¿desde esta hora ya lidiando con nietos? ¿Dónde anda “La Saly”? –le preguntan en la calle.
–Se quedó por ahí, en una fiesta, con unas amigas –responde a secas.
Mientras sostiene con firmeza a la criatura, la abuela se limpia la frente con una mano antes de recibir el tinto en un vaso de plástico. Mira de reojo al líder comunitario que hace su ronda matutina por el barrio. Recuerda que no ha ido a hacer la vuelta del Sisbén: con qué tiempo, con qué pasajes, con qué cabeza…
En medio de un silencio estridente, sorbe el primer trago amargo. Levanta las cejas con resignación, no mira a nadie a la cara: evade cualquier juicio en contra de su hija.
Doña Celia les da la espalda a todos en la tienda y regresa, con paso acelerado, a calentar desayunos en el inquilinato. En dominios de guapos, las grandes peleas no se libran a bala ni a mansalva, sino con ráfagas de cotidianidad.
*Nombres cambiados por protección de las fuentes.
Política pública, una necesidad
En la década de los 80, el Programa de Estudios de Vivienda para América Latina, Peval, que luego dio lugar a la creación del Centro de Estudios del Hábitat Popular, Cehap, y de la Escuela del Hábitat de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, consideró necesario abrir una línea de investigación sobre los inquilinatos, y con recursos de cooperación del gobierno de los Países Bajos, promovió un ciclo de investigación al respecto.
En los 90, se llevó a cabo un proceso diseñado y desarrollado por Corvide, con la vinculación de la ONG francesa Pact Arim para el mejoramiento de inquilinatos.
En 2010 se creó la mesa de trabajo sobre inquilinatos, coordinada por la Unión Temporal “Viviendo en Comunidad”, que lideran las Corporaciones Talentos y Primavera (Lovaina), además del equipo de profesionales que se ocupa del Edificio Modelo de Vivienda Compartida.
En la actualidad, la Corporación Primavera Talentos tiene una propuesta técnica para que el Instituto Social de Vivienda y Hábitat de Medellín (Isvimed) promueva la creación de una política pública de inquilinatos.
La cronista
Ana Cristina Restrepo Jiménez
Es comunicadora social – periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), especialista en Periodismo Urbano de la UPB y magíster en Estudios Humanísticos de la Universidad Eafit.
Es autora del libro de entrevistas Página en blanco, de Sílaba editores (2012); columnista de los diarios El Espectador y El Colombiano; colaboradora de las revistas Universidad de Antioquia, Arcadia, El Magazín de El Espectador y Generación de El Colombiano, entre otras.Es productora radial del programa Página en blanco (Cámara F.M) y profesora de Crónica y Reportaje, en Eafit.