No hay liderazgo de ninguna clase: no existe en lo doméstico, tampoco en las relaciones internacionales. No hay un norte, ni siquiera hay brújula. Con algunas excepciones, el equipo está plagado de incompetentes.
No sea mal pensado: me refiero a los Estados Unidos.
Las posturas de Trump parecen demenciales. Pero en medio de su incoherencia habitual hay un propósito simple que permanece constante en su discurso: alimentar el miedo y venderse como el defensor del pueblo americano. Es una vieja táctica usada por todos los megalómanos autoritarios que en el mundo han sido.
Desde la campaña de 2016 el tema de la inmigración ha ocupado un lugar central en su discurso: hay que cerrarles el paso a los inmigrantes que llegan a través de la frontera mexicana porque ellos son una supia, responsable de crímenes, violaciones, tráfico de drogas; en fin, son la causa del clima de inseguridad que se vive en las ciudades.
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Este corto mensaje contiene los dos elementos primordiales: de un lado, busca generar miedo y, de otro, identificar un enemigo (del que Trump los va a salvar). Pero, además, está dirigido a inducir la formación de un espíritu de grupo entre quienes se sienten amenazados (esto último es el ideal de cualquier político de extrema).
Del miedo al odio hay poco trecho. Y uno sabe dónde comienza el odio, pero no sabe dónde va a parar: no puede anticipar sus consecuencias. El odio tiene una enorme capacidad expansiva (es algo que lo hemos visto en la historia universal y, por desgracia, ¡cómo no!, en la propia). Y se va incorporando en el ADN de un país. Y lo hace casi que imperceptiblemente: lo primero que transforma es el lenguaje, la manera en que nos referimos a quienes no piensan como nosotros. Hasta que se va convirtiendo en una forma de vida. Y de muerte.
El odio es el aglutinante más efectivo para movilizar las masas. Y digo “masas” porque en ese estadio el “individuo” desaparece (para el caso me pareció apropiado usar la palabra “estadio”): al perder su capacidad reflexiva y la posibilidad de discernir, la persona renuncia a formarse un criterio propio (que es un elemento básico de la libertad personal): se convierte en una simple caja de resonancia de lo que otros afirman: si viene de alguien de mi grupo no puedo dudar de su validez. Y punto.
De la misma manera que aborda el tema de la inmigracion, Trump trata cualquier asunto de la política nacional e internacional. Su vocación es cultivar enemistades. El resultado es que cada vez Estados Unidos se aleja más del liderazgo mundial.
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Desde 1845 la ley establece que las elecciones en Estados Unidos se realicen el primer martes después del primer lunes de noviembre (esto fue por razones religiosas, porque el domingo es el día del Señor). Sin embargo, el hecho de ser un día laborable dificulta el ejercicio de ese derecho a muchas personas, entre otras a quienes no pueden ausentarse de su trabajo.
Para facilitar la participación (ha sido imposible cambiar la ley) se estableció el voto por correo. Como esta modalidad de votación previsiblemente no le favorece, Trump la emprendió contra ella aduciendo que se presta para que haya fraude. Y que sería el mecanismo usado para quitarle su triunfo en las próximas elecciones. Es un nuevo enemigo. No importa que no haya evidencias, el suelta la frase. Y eso tiene un impacto.
El presidente de los Estados Unidos tiene mucho, mucho poder. Pero no lo tiene todo. Él no podrá desconocer arbitrariamente el resultado electoral, porque en cualquier país que se llame democrático existe la división de los poderes públicos. Y funciona el sistema de pesos y contrapesos: nadie tiene por sí mismo el poder de hacer prevalecer su voluntad.