“El barequeo” es una de las pinturas al fresco realizadas en 1936 por Pedro Nel Gómez para la oficina del Alcalde en el entonces nuevo Palacio Municipal, hoy sede del Museo de Antioquia. La escena, de 2,70 por 3,40 metros, lo mismo que los restantes frescos de la sala, busca inducir en quien la observa una reflexión sobre los problemas nacionales, en este caso sobre los vinculados con la explotación de los recursos naturales y, sobre todo, con el trabajo de los mineros. El clima que crea el fresco de “El barequeo” es muy extraño, como detenido en el tiempo. Por una parte, nos descubre el paisaje en el cual se desarrolla el trabajo, a orillas de un río donde la vegetación ha sido totalmente arrasada. Los muñones de estos árboles destrozados dejan claro que ese mismo futuro le espera a toda la vegetación que se ve a la distancia, en la otra rivera. En general, en sus obras, Pedro Nel Gómez dedica más atención a la figura humana que a los detalles del paisaje. Pero, incluso más allá de las intenciones del artista, el ambiente de devastación que aquí se insinúa, ilustra el conflicto entre economía de explotación y naturaleza que conduce a la crisis ecológica del presente. Sin embargo, lo más extraño es el clima creado por las figuras humanas, trece en total, que dan la sensación de estar completamente silenciosas y como congeladas en el tiempo y el espacio. Solo un minero saca material del fondo del río, mientras dos más trabajan con sus bateas. El resto parece estar revisando calladamente lo poco que han encontrado o, quizá agotados y enfermos, se refugian en la orilla. Son figuras genéricas, dobladas sobre sí mismas, acongojadas, estáticas, sin vitalidad. Los únicos que parecen atentos son los dos personajes con sombrero, patronos o capataces, que controlan los acontecimientos desde la margen derecha del fresco. En síntesis, este no es el ambiente frenético de las grandes multitudes presas de la fiebre del oro que el mismo artista afirmaba haber conocido. La minería del oro será un tema obsesionante para Pedro Nel Gómez, quien lo convierte en el símbolo por excelencia de las esperanzas de vida y prosperidad de la nación, pero también de sus problemas y contradicciones. Pero aquí, en 1936, la minería no es una celebración feliz del trabajo. Se trata, más bien, de una elegía, un canto que en su silencio elocuente denuncia la destrucción del ser humano, aplastado por el dolor y el sufrimiento.
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