El derecho a la vida privada es una de las libertades sagradas; pero eso no justifica suponer que se puede decir y hacer lo que venga en gana sin responder por las consecuencias. Es propio del deber moral medir el impacto y efecto sobre los demás. El precio de esa libertad es entonces la responsabilidad.
Para el caso de aquellas personas que ocupan cargos de alta dignidad y representación ese límite entre lo privado y lo público se acorta; y la razón no es otra que el imperativo de dar ejemplo para quienes los observan, admiran, respetan, aman, para luego intentar imitarlos.
Si el nicho de fama y reconocimiento está en públicos infantiles, adolescentes o comunidades vulnerables, el terreno es todavía más delicado porque puede no disponerse de la madurez o las herramientas que permitan distinguir lo apropiado, inapropiado, legítimo, legal, ilegal. Todo parece ser válido cuando de sus ídolos se trata y sueñan con parecerse a ellos.
Si la ética es la mirada teórica, la moral se construye en la vida práctica y real, y es por eso por lo que los fundamentos de la convivencia ciudadana se edifican a partir de acuerdos individuales y colectivos. Ambas, ética y moral, no se entienden la una sin la otra porque si una madura el pensamiento, la otra aplica el concepto en la vida cotidiana, en la actuación. Por tanto, el primer reto tiene que ver con la coherencia y ahí radica la potencia pedagógica del ejemplo. Entonces, para vivir mejor en comunidad no es suficiente con los buenos deseos, las palabras bonitas o las promesas, porque lo verdaderamente observable de los seres humanos es el comportamiento, que es lo que realmente mejora, transforma y enseña. Acción e intervención por encima de mera intención. Y no es que carezca de valor la habilidad verbal, la riqueza argumental, porque moviliza, atrae y genera credibilidad. Lo que sucede es que cuando no trae consigo una alineación con el comportamiento, se vacía de sentido y se limita solo a ejercicio retórico y persuasivo.
Vale la pena advertir también, que, en clave de sana convivencia e interculturalidad, se aplica mucho aquello de la inteligente adaptabilidad, de acuerdo con el contexto, con el “depende de”. El cuidado hay que aumentarlo para no confundirse y caer en relativismos morales del “todo vale” por la ausencia de criterios y valores previamente construidos en colectivo y acordados como fundamento. A eso se refiere Fernando Savater cuando nos recuerda que “cada cual es hijo de su época”. Eso explica el porqué aún la misma persona piensa y actúa de manera diferente en distintos momentos de su vida. La mirada va cambiando a la vez que los principios y criterios maduran y se adaptan, cuidando de que no se empobrezcan. El método reflexivo y crítico llega para mantenernos alerta y en revisión permanente porque nada es completamente inamovible, pero tampoco absolutamente relativo. El equilibrio del “ni muy, muy, ni tan, tan” es más bien la constante, como en una especie de columpio.
Los peligrosos fundamentalismos aparecen cuando solo vemos el negro y el blanco sin la maravillosa gama de grises. Llega entonces la luz de Heráclito para no permitirnos olvidar que lo contrario de una verdad puede ser otra verdad, cuando lo que está en discusión es una opinión, sensación, interpretación o emoción. La integridad y el honor nada pierden si aumentamos el volumen a nuestra capacidad de escucha, especialmente de lo que parece apartarse de lo nuestro. Esa actitud más bien mejora nuestra presunción de veracidad e integridad, porque nos reconocemos imperfectos e incompletos, siempre mejorables en la extraordinaria experiencia del encuentro con los demás. Muy atrás debe quedar entonces la simpleza atrevida del decir popular de que “quien no está conmigo está contra mí”, porque es un irrespeto con la inteligencia, la empatía y la compasión.