“Cuando ya ven que todo está feo, nos echan la culpa y nos sacan”, señala Beto
Por Fernando Cadavid
Marginados, degradados en su calidad de vida, vulnerados en sus derechos, perseguidos. Pero por igual, policonsumidores, huidizos, resentidos, indiferentes. Se trata de la población designada como “habitantes de calle”, rótulo que recoge de todo: el que vive a la intemperie, el que se esconde allí para asaltar y robar o para consumir alucinógenos, el que los vende y el que simplemente se la pasa consumiéndolos.
< La ciudad, con facilismo, generaliza al indigente como el delincuente que no es
Por estos días cobraron visibilidad, por cuenta de una sucesión de hechos violentos registrados en lo que va de septiembre: “Por botellazo, muere mujer joven”, rezaba un titular de prensa que se sumó a repetidas noticias de igual origen (ataques de indigentes), sin olvidar la tenaz historia de la mujer asaltada, robada y violada cerca al río Medellín, cuando conducía su vehículo a la altura del puente Horacio Toro, a comienzos de agosto.
Estos hechos llevaron a la Administración Municipal a ordenar el desalojo de esta comunidad, que entonces se diseminó por la avenida de Greiff y por los lados de la plaza de mercado La Minorista. La reacción de la ciudadanía y los comerciantes vecinos no se hizo esperar.
Héctor Fabián Betancur, secretario de Inclusión Social y Familia, explica que a todo grupo donde se presenta actividad delincuencial hay que entrar a ejercer y garantizar la autoridad. Agrega que al requisar y retenerle un arma a un habitante de calle, por ejemplo, se está ofreciendo seguridad al ciudadano en general, pero también a sus congéneres en el abandono.
Por los hechos de violencia registrados no se puede generalizar la culpabilidad ni mucho menos la persecución. Advierte la Personería de Medellín en su informe sobre la situación de los Derechos Humanos en 2014, en sus conclusiones, que “estas personas no pueden ser victimizadas con un simple señalamiento de marginalidad para ser sometidas a un proceso penal que desgasta el mismo sistema de justicia, dado que en la mayoría de los casos no se puede demostrar su participación; solo se funda su captura en una presunción de culpabilidad (ilegal) utilizada por muchas autoridades por desconocimiento de las políticas públicas y tratamientos a los que debe someterse esta población”.
La olla se derramó
En relación con esta problemática, el alcalde Aníbal Gaviria reveló que al acabar con 46 de las llamadas “ollas de vicio”, por directiva del Gobierno nacional, salió a la luz pública la tragedia del consumidor de estupefacientes que, en la práctica, era prisionero de los proveedores de drogas ilícitas. Pero igual, ahora los jíbaros los mantienen agrupados, a la intemperie, para conservar su negocio.
Las autoridades llaman la atención acerca de una preocupante dinámica de la droga, en la que aparecen vendedores, estudiantes, comerciantes y no habitantes de calle, que van a esos lugares de concentración a hacer del manejo de sustancias su diario vivir. Entonces se establece un manto que los cubre a todos y se generaliza al indigente como el delincuente que no es.
El secretario Betancur, de Inclusión Social y Familia, asegura que trata de apasionarlos para que vuelvan a la vida social, porque son víctimas, con una enfermedad muy crítica y aguda llamada drogadicción. Sostiene que la oferta institucional siempre se ha mantenido, pero a ella se accede de manera voluntaria, para recibir servicios de alimentación, facilidades para el aseo, para organizar sus pertenencias y dormir. Y lógicamente, para ingresar a un proceso de resocialización, si quieren. Pero en su mayoría soportan una adicción tan aguda que prefieren permanecer en la calle.
Jurídicamente, la Administración no puede obligarlos, aunque estén muy avanzados en su condición de drogadictos. Entonces se maneja una estrategia para convencerlos. En ella avanzan desde hace un año: se les presta atención en entidades como el Hospital Mental de Antioquia y la ESE Hospital Carisma. En la actualidad, 444 personas participan en el proceso de resocialización, luego de su desintoxicación.
Precisa Betancur que esta conducción se hace con una mirada desde la salud, no desde lo social. Calcula en unos 660 los habitantes de calle que en algún momento estuvieron congregados a la orilla del río. Así que pueden quedar unos 200 en sectores aledaños a la avenida de Greiff y a la Minorista. Explica que la tarea es tratar de persuadirlos, en un proceso que demanda paciencia y persistencia. “Venimos rescatando 30 o 20 personas a la semana; el reto es alcanzar esas 200, 220, que faltan. Cuando pasan el periodo de desintoxicación pueden regresar a la calle, porque la resocialización y la rehabilitación no son obligantes”.
“No hay trasteo”
Por lo menos el 55 % de esta población es de fuera de Medellín. Para buscar el retorno, se trata de restablecer los vínculos familiares. Pero a veces los funcionarios encuentran que se generó una situación tan compleja con la salida, originada a veces en familias expulsoras, que se hace muy difícil ese regreso. Agrega el funcionario que se trata de un problema departamental que se hace palpable en la gran ciudad. Además, se corre el riesgo de generar la connotación de que la Administración “se los lleva de trasteo”, regresando a los pueblos el problema.
El Concejo de Medellín trabaja una política pública para atender al habitante de calle. Se busca generar conciencia acerca de que son ciudadanos que gozan de derechos y tienen deberes, y que se les aplica la justicia, si es preciso.
En todo caso, se les deben garantizar unas posibilidades de resocialización, para que dejen de vivir rodeados de perros, empujando carretas y mendigando alimento. Sacarlos de este estilo de vida depende de cada uno de ellos, porque nadie puede obligarlos a que lo dejen. Eso sí, que el ciudadano los mire y trate como personas.
El editorial de Vivir en El Poblado, con ocasión del Foro Internacional Modelos Públicos de Atención a la Población Habitantes de Calle, celebrado en junio en esta ciudad, hizo notar que abundan los calificativos y caracterizaciones (enfermos mentales, vagos, perezosos y drogadictos), pero que muchos ciudadanos aceptan la situación como si fuera parte del paisaje.
Contrario a lo que se pueda creer, localizar a un habitante de calle no es fácil. Sí, están diseminados por la ciudad. Sí, existen sectores en los que se conglomeran y forman precarios asentamientos de plástico, madera e ingenio. Pero, al mismo tiempo, pueden pasar inadvertidos de querer hacerlo, amén de su vocación de “invisibles” para el apresurado peatón. Encontrar a una persona en situación de indigencia, requiere más paciencia que valor.
“Yo aprendí a vivir sin enamorarme de ningún lugar. Cuando ya ven que todo está feo, nos echan la culpa y nos sacan”, asegura Beto, quien prefiere dormir donde lo coja la noche. Recuerda que lo sacaron de la Plaza Cisneros para construir “unos palos ahí” (el Parque de Las Luces): un golpe que le enseñó que nada en la vida es perdurable. Y con ese mantra en la mente, ha evitado los tugurios por lo precario de su existencia. También, porque “uno no puede llegar pa’allá así como así. Hay reglas que se cumplen y si no, lleve”, dice resaltando sus palabras con un ademán que podría ser el de una puñalada imaginaria.
Parte de esta población ha decidido asentarse de manera individual. Es el caso de Sergio, habitante del sector comercial Bantú, cerca de la Universidad de Antioquia. Dice que le duele la espalda y que, como remedio, recibió del gobierno unas pastillas que no sirvieron; agrega que no está de humor para hablar –a pesar de que sonríe sin pudor, olvidando su falta de dientes– y que para qué confiar en autoridades municipales “cuando en el cielo tengo al Altísimo, al Bendito que con su gracia me protege”. De noche deambula por las calles. De día duerme en un colchón de icopor, acompañado por su perro al que, para evitarse el trabajo de pensar un nombre, lo apodó Tres.
Contrario a Beto, Sergio es indiferente con los demás y siente que los demás son indiferentes con él. No se cree perseguido ni que en algún momento pretendan alejarlo de su sitio. Pero tienen en común una enorme reticencia a recibir ayudas gubernamentales. Ambos confían en un Dios que, están seguros, no los abandona en las calles.
(Con reportería de Andrea Orejarena y Sergio Alzate, estudiantes de periodismo de la Universidad de Antioquia).