Añadimos amigos a ese clan mágico de primos que poco a poco nos fueron separando. Primero el Nintendo y ahora el celular. Hablamos más por chat, cuando estamos cara a cara tenemos otra prioridad.
Crecimos en familias numerosas en las que se suman primos segundos, terceros, tíos políticos y hasta bisabuelos. Vengo de una familia de cuatro, mi madre de una de 17 y mi padre de una de seis. En Navidad alcanzábamos a ser más de 30. Éramos tantos que asumíamos roles. Mis primos y yo éramos asistentes en la cocina, hacíamos de niñeros con los bebés de nuestros primos mayores y actuábamos de espectadores y chismosos cuando nos colábamos en conversaciones de adultos.
Nos acostumbramos a comer rápido en la mesa para alcanzar una buena porción de postre y nos hacíamos los dormidos para ceder el cupo de lavador de trastos después del almuerzo. Sabemos qué es pelear por un control remoto y lo mal que se sentía delatar a alguno por algo de lo que fuimos cómplices. Peleábamos, nos disculpábamos y todo volvía a comenzar, de nuevo. Tuvimos muchos padres y madres que nos cuidaron sin tener el título. Aprendimos a tolerar nuestros peores demonios y a perdonar las peores metidas de pata: nos enseñaron a vivir en equipo.
Pero cada año las navidades se volvieron más tranquilas: menos personas, menos discusiones, menos aventuras, menos convivencia. Y añadimos amigos a ese clan mágico de primos que poco a poco nos fueron separando. Primero el Nintendo, luego el computador y ahora el celular. Hablamos más por chat porque cuando estamos cara a cara tenemos muchas personas lejos con las que tenemos prioridad y, además, una cantidad de asuntos qué solucionar viendo historias en Instagram antes de compartir una conversación. Y así se nos fue yendo.
Nos cansa el otro, entonces evitamos tener que aguantarnos las mismas historias de la tía desmemoriada o el genio de la prima enojona. Se ha vuelto tan fácil que los abrazos dejaron de ser un trabajo físico-emocional para compartir amor y energía con el pecho, para dar paso a los emoticones, que siempre son simpáticos, pero no calientan el alma. Ya no se parten tortas ni hay ojos cristalizados de la felicidad por ver a todos los que se ama celebrando la vida, sino que se escriben post en Facebook que incluyen videos de gente cantando el cumpleaños y muchas serpentinas digitales, que es perfectamente aprobado por los cánones sociales.
Las visitas pasaron a ser llamadas, para evitar los momentos incómodos después de la cena y las ganas de querer regresar a casa. Las risas en familia se convirtieron en memes en el chat grupal, que nos coartaron la creatividad de hacer un chiste.
Nos volvimos intolerantes al otro. Y cada uno, en su casa, solo, cómodo. Riéndose con la pantalla mientras revisa de nuevo el home de Instagram. Scrolling eterno hasta quedar aún más aburridos de lo que estábamos. Prender Netflix o la radio, comer, revisar de nuevo el celular, ver videos en Youtube, dormir.
La tecnología nos está costando la vida y los recuerdos que nos faltan por construir. Millones de dólares en youtubers, instagrammers y artistas para no permitir que nunca nunca nos sintamos solos, o aburridos, o en silencio. Aunque en realidad no estás solo, estás pegado al celular.