Nada fácil es esto de vivir juntos, intentando comprendernos, acompañarnos, y a la vez aceptar que vivimos en mundos interpretativos y, por eso mismo, muy distintos.
Es Marco Aurelio quien se mantiene en el tiempo para recordarnos que lo que escuchamos es una opinión, no un hecho, y que todo lo que vemos es una perspectiva, no una verdad. En ese caso, entonces, lo fundamental al relacionarnos no tendría que ser el ponernos de acuerdo respecto a emociones, sentimientos e impresiones íntimas y particulares, sino más bien caminar en el sentido de aprender a aceptar y respetar sin juzgar esa mirada interpretativa diferente, que llega para agregarse, para ser tenida en cuenta.
La situación se complica cuando el juez implacable de nuestro yo encuentra equivocado y malintencionado lo del otro, sin detenerse a considerar la posibilidad de dudar del propio juicio y de la propia mirada, mediada por el contexto específico, la personalidad, el temperamento y el carácter, tanto propio como de la otra persona involucrada en la relación dialógica.
No deja uno de sentirse medio fracasado cuando las frágiles relaciones humanas que se suponían bien cimentadas y valoradas, se rompen de la noche a la mañana sin que nos percatemos. Y todo porque nos venimos a enterar tarde de que causamos dolor sin la más mínima intención. Generalmente los involucrados son personas que queremos, que respetamos y que agregan valor a nuestra existencia, y perderlas es en verdad muy doloroso. Si no hay manera de volver atrás y recuperar la relación, de algo tiene que servir el confirmar que no son importantes los deseos, sino los impactos y efectos que ocasionamos en los otros cuando hablamos, actuamos o reaccionamos.
Lo auténticamente cierto es que cada cual interpreta, juzga y decide en la soledad de su entendimiento y capacidad comprensiva, sin que el otro ni siquiera se entere de lo que está pasando. Es ahí donde surge la ironía y la imposibilidad de aclarar, de ajustar y de comparar lo dicho con lo interpretado. Vivimos entonces sumergidos en las aguas profundas de nuestras interpretaciones, que acarrean rompimientos, maltratos, posibles injusticias. Y es real y auténtico el dolor que sentimos, aunque la causa pudiera haberse procesado mejor con conversaciones francas, confiables, directas, íntimas.
Herimos la sensibilidad de otros, sin siquiera darnos por enterados, debido a malas lecturas que se convierten en resentimientos. He ahí un asunto bien complejo de la naturaleza humana y de difícil manejo en temas de convivencia y reconciliación.
Debemos seguir adelante en el esfuerzo por ser responsables respecto a nuestro lenguaje y actuación, pero en ningún caso sentir que también debemos responder por la interpretación y el juzgamiento realizado por el otro. Eso escapa a nuestras capacidades y posibilidades, a pesar de que haga parte de nuestros deseos y necesidades. Aquello que es cierto, seguro y verdadero siempre estará en la línea delgada que separa lo que interpreto y lo que los otros interpretan.
Aunque sea mucho más fácil decirlo que aplicarlo, nos va a tocar seguir preguntando en lugar de suponer, antes de construir todo el edificio de nuestro sentido; seguir dudando de nuestra mirada unidimensional y cultivar el desenfado al no tomarnos todo de manera dramáticamente personal. Tendremos que ser capaces de salir un poco de nosotros mismos para buscar la ansiada empatía y poder ponernos en los zapatos del otro. Así haríamos la vida más llevadera, placentera y apacible.
Razón tenía Heráclito en aquello de que lo contrario de una verdad puede ser otra verdad, cuando se trata de opiniones, emociones, sentimientos, impresiones, expectativas, necesidades, urgencias y entendimientos. No perdamos la esperanza de avanzar, así sea poco, en ese difícil arte de la convivencia. No estará de menos pedir perdón sinceramente a quienes se han sentido maltratados por nosotros, porque, aunque jamás fue nuestra intención, el dolor de ellos es real y auténtico. Imposible no recordar esa imagen recurrente de la infancia en la que uno de nuestros hermanos nos golpeaba por accidente, pero dolía igual, con o sin culpa.
La búsqueda incesante de sentido y el acuerdo de los significados y entendimientos seguirá siendo uno de los asuntos centrales en los temas del vivir juntos, para controlar los malos entendidos e interpretaciones que resultan tan dolorosos. El novio seguirá diciéndole a su amada “te quiero más que a mis zapatos viejos” como auténtica manifestación del placer, comodidad y confianza que siente a su lado, y la novia lo abandonará por el descaro y la desatención de haberla comparado con una vulgar chancleta.
Parecería que el protagonismo no lo tienen nunca los deseos y las intenciones, sino las expectativas y los obvios prejuicios implícitos en nuestra lectura del mundo y de las relaciones humanas. Es por eso que mi deseo para un nuevo año es seguir cultivando una vida compartida más inteligente y serena para bien de todos, creciendo en conversaciones coherentes y confiadas que nos abran posibilidades para un mayor entendimiento de los demás.