Elijo que mis miedos sean excitantes y me lleven a lugares inesperados, a situaciones incontrolables que cuestionen todo lo que he sido. Elijo comenzar a vivir por el placer de la zozobra.
Hace poco me mudé de país. Sí, como si fuese posible reducir todo lo que eso significa a cinco sílabas: mu-dar de pa-ís, como mudar de piel. Nunca había vivido más de un par de meses por fuera de casa -que es la de mi madre- por cuestión de unas buenas vacaciones, así que desde el comienzo pensar en irme por completo sonó como toda una aventura.
Me emocionaba tanto como llegaba a asustarme: nuevo trabajo, nueva casa, nuevos amigos, nueva comida, nuevas costumbres, nuevas soledades, nuevos amores, nuevas rutinas. Irme solo significaba renunciar a la comodidad de lo conocido y sabido, de lo manipulable. Renunciar al control de saber qué estaba pasando y probablemente qué iba a pasar, aunque eso generara algo de expectativa y preocupación a pesar de la aburrición de tenerlo todo casi resuelto. Pero mucho más, significaba renunciar a una vieja versión de mí para construir una nueva, porque de nada valía partir si mi mayor equipaje era cargar conmigo.
Bien sabía que estaría lejos, pero podía estar mucho más cerca de mí, de la oportunidad de construir mi vida sin reglas. De conocer mis formas y crear una relación tan íntima conmigo y mi deseo que la única que pudiese criticarlo y discutir sobre ello fuese yo. Más cerca de mi mujer soñada: una independiente, apasionada y en completo disfrute de su vida única. Un mudar de alma. De fugarme con una nueva yo.
Entonces alguien me enseñó que hay dos tipos de miedos: uno, ese que sientes antes de saltar del bungee: excitante, novedoso. Y el otro, el paralizador, el que te anula.
Entonces decidí que cada miedo que sintiera de ahora en adelante sería excitante: tal vez un aviso de una próxima caída libre o de un despegue inesperado, pero ambos llenos de adrenalina y algo nuevo por aprender. Nos pasamos la vida en un ridículo esfuerzo por evitar los cambios y las despedidas y se nos olvida que los mejores aprendizajes se viven cuando soltamos. Suceden para recordarnos que la vida no consiste en tener certezas ni posesiones sino en disfrutar el fluir en un completo estado de resiliencia. Que tal vez la existencia humana es menos pretenciosa y solo consiste en tomar y soltar todo el tiempo, como la respiración.
Ahora elijo que mis miedos sean excitantes y me lleven a lugares inesperados, a situaciones incontrolables que cuestionen todo lo que he sido y siempre pensé. Elijo comenzar a vivir por el placer de la zozobra. Vivir por el deseo de darlo todo, de amar y amarme, de poner el corazón en cada acto, cada momento, cada ser. De planear menos y vibrar más. De vivir. De mudar el alma, como de piel, como de país.