Eran dos gemelas de piel rosada. Turgentes y altivas. Dos hermanas que no se dejaban vencer por los años que pasaban ni por la gravedad que las golpeaba cada día.
Al amanecer, se despertaban de su sueño de leche y miel e inundaban su pereza con una ducha de agua fría, que por momentos las encogía y las erizaba. Se expandían y recogían al unísono.
Les gustaba ir ligeras de ropa. Se deleitaban al sentir en su piel el roce de la seda y las caricias y masajes que las yemas de los dedos les producían; unos dedos que las tocaban en forma circular, de arriba hacia abajo, de afuera hacia adentro, puntualmente, cada mes.
Eran dos almas que vibraban en armonía con el latir del mismo corazón… hasta que el caos hizo su aparición.
En la oscuridad del destino despertaron de su letargo todos los factores acumulados en los genes del tiempo: un poco de herencia, los hijos que nunca alimentaron, el paso de los años y tal vez la mala suerte… todos se mezclaron perfectamente y le dieron vida a un engendro amorfo que silenciosamente se fue adentrando en una de ellas.
La sentencia ya estaba dictada.
Al amanecer de aquel día, la de la izquierda se despertó agitada, no se sentía bien. Conocía detalladamente su anatomía y ese día percibió, en lo profundo, que un ente diferente a su delicada naturaleza estaba creciendo adentro; lastimosamente, le hizo caso omiso a su aguda intuición.
Pasaron varios meses y el peso y el tamaño del enemigo delataron el caótico plan del destino.
La piel de nuestra víctima se fue asemejando a la cáscara de las naranjas, pero no de las dulces, sino de las más amargas al gusto; se fue transformando en una figura heterogénea, sin forma definida, una gota estrellada en el suelo duro de la vida. Su pezón, antes altivo y despierto, se fue escondiendo entre la pena y el dolor de ver lo que sucedía y, en señal de luto, decidió mirar hacia atrás y refugiarse en las profundidades de la piel.
Una masa carente de piedad crecía con la mínima oportunidad otorgada. Una mole dura se fue camuflando entre célula y célula, engañando todos los puestos de control y vigilancia, hasta llegar al lugar perfecto para echar raíces. Engullía todo lo que se encontraba a su paso. Se alimentaba de esperanzas e ilusiones rotas y engordaba hasta más no poder. Comía para crecer; comía para destruir.
Lo que antes era lozana armonía fue transformado por una anarquía que crecía sin parar.
Las dos hermanas sabían en su interior que nada andaba bien. Si la situación continuaba, ambas serían afectadas para siempre; su historia de amor llegaría al final. El cambio debía ocurrir, para bien o para mal, y alguna puerta se tendría que abrir para expulsar, de una buena vez, la sombra mortal que las acechaba cada noche.
Intentaron con la medicina alternativa, los rezos tibetanos y los cantos maoríes; con la imposición de manos y la medicina occidental; con la quimioterapia, con los ardientes rayos de la radioterapia, con lo sobrenatural y lo terrenal. Probaron con todo lo que la madre tierra tenía para curarlas. Y entre pomadas y rezos, cada pizca de esperanza se fue desvaneciendo con el frío viento de la duda.
Sabían que la alternativa que habían dejado como última opción, cada vez más, estaba tomando fuerza y se iba perfilando como la única solución para exterminar desde las entrañas mismas a ese ser maligno que quitaba la vida, que sofocaba el aire, que ahogaba el fuego.
Y en honor a su existencia, tomaron la decisión más difícil…
Esa mañana, las dos se encontraban acostadas, una al lado de la otra, con los “ojos” mirando hacia el cielo; y, entre una larga exhalación, entraron en un sueño eterno, entregaron su vida al cambio.
Finalmente, el mal fue extirpado.
Eran dos hermanas de piel rosada. Dos existencias que no se dejaron vencer, ni por el destino, ni por el peso de la herencia, ni por la muerte misma. Dos amigas de diferentes tamaños: una redonda y de contextura homogénea, y otra pequeña, golpeada por la vida, con las cicatrices propias de los vencedores, de las batallas luchadas y ganadas; con una parte de su ser extraída y con las otras vivas gracias a su sacrificio personal, a su entrega desinteresada, a su amor incondicional.
Dos almas que continuaron vibrando con el latir de un mismo corazón, al unísono, para siempre.
Ese día decidieron resistir. Decidieron reponerse. Mirando al futuro, mirando de frente.