Gritos y susurros

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Miles de jóvenes colombianos están despertando políticamente. Quieren un lugar dentro de la sociedad, y su fuerza no se puede detener. Una reflexión que comparte con Vivir en El Poblado la escritora Maria Isabel Abad. 

El comité del paro y el gobierno no logran llegar a un acuerdo, y sin embargo las calles siguen vibrando en el día con las voces de los jóvenes y desafortunadamente explotando algunas noches. 

Parecen, el comité del paro y el gobierno, un tío viejo intercediendo ante un papá ausente lo que le conviene a su sobrino -los jóvenes en las calles-, mientras estos piden algo muy distinto para su propio destino. Si bien los jóvenes son un grupo diverso, siento que hay algo que debe ser observado en este momento. Un sello distintivo de esta movilización. 

Sin las gafas del miedo que ve las marchas solo como vandalismo; y sin las gafas del enemigo interno (tic histórico en este país) que ve al castrochavismo detrás de cualquier reivindicación, hay algo que emerge, que resalta y es la fuerza cultural que circula en las calles. Entre gritos y susurros tratan de decir algo que políticamente no se logra articular muy bien, ni codificarse todavía, ni llegar a las instancias de decisión. Pero sí logran articular canciones, graffitis, carteles, redes y bailes. Y sus manifestaciones -en algunos casos- no son solo pacíficas sino también bellas. 

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Se han apropiado de los monumentos; la estatua de Sebastián de Belalcázar, en Cali; El monumento de los Héroes, en Bogotá; el Parque de los Deseos, en Medellín; y sin estar de acuerdo con el vandalismo, que nada tiene nada que ver con el lenguaje del graffiti, muestran que cuando habitan estos lugares de la memoria, están haciendo resistencia a todo lo colonial que todavía somos: un país de elegidos sin la compasión ni la inteligencia para saber que crecer es un acto colectivo. Y cuando desde estos lugares piden con manifestaciones culturales lo que quieren, no solo están diciendo que hay mucho que dejar atrás, sino que ellos tienen fuerza para crear algo nuevo. 

Por eso no sé si estos jóvenes, cuya acción política se expresa en canciones, carteles y bailes querrán solo puestos de trabajo donde se les marchite el alma y si quieren ser conducidos por el tío y el padre de la metáfora inicial, hacia un mundo idéntico al de sus papás. 

Me pregunto si con esa manera de protestar no están planteando un desafío a la imaginación como sociedad. Si además de ser considerados como un brazo productivo, también están pidiendo ser tenidos en cuenta en su aspecto creativo y político, en el sentido que también pueden construir, aportar y no solo acomodarse en uno de los compartimentos que la economía y la política destine para ellos. 

Siento que hay que rayar muchos tableros en el patio de esta sociedad donde converjan lo público y lo privado para responder, no a preguntas inmediatistas relacionadas con la salida del paro, sino a otra pregunta de fondo: ¿Qué mundo podemos construir con esta nueva fuerza social creativa y politizada? Y me atrevo a lanzar ideas al aire: empleos y becas a cambio de voluntariados en los barrios -lo local es el lugar de acción política por excelencia-, fondos públicos y privados para apoyar proyectos creativos que financien una especie de jornada laboral complementaria para los jóvenes. Narradores de barrios y de veredas. Programas, en fin, que los saquen no solo del hambre físico que muchos han padecido antes, durante y después de la pandemia pese a los avances y retrocesos de pobreza en el país, sino del sin sentido, de ese “Menos querer más de la vida” como titulaba José Fernando Serrano su libro sobre juventudes en el 2000. No se trata de paraísos laborales, de regalos o asistencialismos, sino de oportunidades que reten en ellos la fuerza creativa y colaborativa que en estos días han desplegado. 

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Sin embargo, pareciera que este gobierno, representante actual del padre ausente, se obstinara en imponer una autoridad que poco ha merecido. Y no encuentra en estas manifestaciones la cara de un país que pide ser gobernado distinto. Deja vacía la silla en Cali. Se tapa los oídos. Militariza y solo militariza. Asiste a los entierros de los uniformados y olvida que los que han muerto como Lucas Villa también merecen su luto. No entiende que se le grita más duro al que está más sordo. 

En todo acto de comunicación -y toda negociación lo es- el tema de la puntuación es crucial. Cada gesto determina el del contrario. Así, una escucha concernida, también genera lo mismo en el otro. Un acto de violencia intensifica la violencia del otro bando. 

Las personas que conforman el equipo del gobierno no podrán encontrar este potencial mientras sigan viendo solo a sus enemigos marchando porque no se han hecho cargo de sus miedos y tributos personales. Mientras crea que a las calles se debe llegar solo con la fuerza, y mientras piense que su único interlocutor es el comité del paro. No han visto ni saben ni se enteran de que hay miles de jóvenes despertando políticamente, que muchos quieren un lugar dentro de la sociedad y que esta fuerza no se puede detener, como no se puede detener el clima con fusiles. El país ya cambió. No solo porque estos hombres y mujeres serán la base electoral, sino también porque ellos hacen parte de una nueva base cultural, y, sin ánimo de idealizarlos, sí hay un cambio de paradigma que están reclamando. 

En vez de la reacción, convendría aplicar el arte taoísta de la no acción, que enseña a usar las fuerzas adversas a favor y para eso hay que oír primero. En la calle hay fuerza, creatividad y colaboración. Y si se oye y se aprovecha puede servir para movernos, así sea un tris de ese tiempo colonial del cual ha sido difícil salir en la construcción de lo público por vivir doscientos años y un poco más de reacción en reacción.

Por: Maria Isabel Abad L.
Escritora.

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