Miedo a dar positivo por coronavirus, ébola, gripe aviar, sífilis, sida o gonorrea. Miedo al rechazo social, después de ser diagnosticado por coronavirus, ébola, gripe aviar, sífilis, sida o gonorrea.
Miedo a los que no son capaces de vivir sin llevar en el bolsillo de su pantalón el teléfono celular. Miedo al autocontrol de las redes sociales. Miedo a los que dejan su felicidad en manos de los me gusta. Miedo a decir abiertamente que se es gay o lesbiana o bisexual, en un país que mutila y erradica a los gays, las lesbianas y los bisexuales. Miedo a estar en prisión sin haber cometido un delito.
Miedo a ser negro o latino en Estados Unidos. Miedo a un verbo mal dicho. Miedo a perder el trabajo; miedo a haberlo perdido. Miedo a no quedar, entre los doscientos aspirantes, en la única vacante de empleo que era ofertada. Miedo a las quinientas fobias que están diagnosticadas, solo por mencionar ocho: aerofobia, agorafobia, cinofobia, claustrofobia, dentofobia, emetofobia, herpetofobia, tripanofobia. Miedo a no entender lo que el otro está hablando y llamarlo loco. En el parlache popular, las fobias anteriores: miedo a volar en avión, miedo a los lugares abiertos, miedo a los perros, miedo a los lugares cerrados, miedo al dentista, miedo a vomitar, miedo a las serpientes, miedo a las inyecciones.
Miedo a que el párrafo quede demasiado extenso y el texto se vea poco estético. Faltan muchos miedos. Miedo a pasar de ser pobre, económicamente hablando, para ser rico; miedo a pasar de ser rico, económicamente hablando, para ser pobre. Miedo a que la caja del ascensor falle entre el octavo y el noveno piso. Miedo a que el avión se quede sin combustible en mitad del vuelo. Miedo a que el doctor, mirando fijamente la pantalla de su computador, diga: te quedan menos de seis meses de vida. Miedo a ser sepultado vivo.
Miedo a ser deportado. Miedo a la muerte. Miedo al salvajismo con el que actúan la mayor cantidad de integrantes que conforman a la Policía, la guerrilla, los paramilitares y el Ejército Nacional. Miedo a los que no les gusta leer. Miedo a no ser querido. Miedo a toparse, en una calle desolada, con un violador. Miedo a verse en el espejo y no elogiarse. Miedo a los radicales. Miedo a que la azafata diga, a través de los parlantes: señores pasajeros, abróchense bien los cinturones y las caretas del oxígeno, porque vamos a caer despeñados en el fondo del mar. Miedo a que el condón se rompa con una prostituta. Miedo a ver la primera arruga en el rostro. Miedo a los cocodrilos, las cucarachas, las arañas, las víboras, las ratas, los murciélagos, los escorpiones, los osos, los tiburones.
Somos miedos andantes. Estamos llenos de ellos, todavía faltan muchos. Miedo a que el chofer del bus no le tenga miedo a la velocidad. Miedo, siendo ciclista, a que los carros pasen a milímetros del manubrio. Miedo al cáncer. Miedo a la oscuridad. Miedo a morir joven; miedo a morir viejo. Miedo a ver en internet una publicidad del mismo producto que se anhela comprar. Miedo al extranjero, solo por hablar o vestir o pensar diferente. Miedo a las cifras infladas que presentan todas las noches los noticieros. Miedo a los fanáticos. Miedo a un presidente fanático. Miedo al profesor fracasado que solo sabe difundir con su discurso temerario las más de mil derrotas que ha sufrido en la vida. Miedo a que la obra literaria construida con tanto sacrificio, sea desechada a la basura en la primera lectura. Miedo a los chismes. Miedo al qué dirán; miedo a lo que dijeron.
Aún quedan más. Miedo de ver caer a los cinco hombres, sostenidos por delgadas sogas, que limpian los vidrios más altos del Empire State. Miedo al hambre; miedo a ser atracado, con puñal o revólver, por el hombre con diez hijos que tiene mucha hambre. Miedo a estar perdido en el centro de una ciudad cualquiera a la medianoche. Miedo a que el meteorito anunciado en las noticias, caiga justamente sobre el tejado de la casa de uno. Miedo a los terremotos que superan los nueve puntos en la escala de medición, a los aludes de la montaña, a las sequías de los ríos, a los volcanes activos y a los tsunamis. Miedo al escalofrío en la piel del adicto que no consigue heroína. Miedo a tropezar ante un auditorio atiborrado por mil ojos. Miedo a no llevar dinero en la billetera. Miedo a no tener más espacio en la hoja, para seguir copiando el resto de los miedos.
Por: Norvey Echeverry Orozco
Estudiante de Comunicación Social – Periodismo.
Universidad de Antioquia
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