Ese rasgo que se esparce y penetra todos los fenómenos de nuestro tiempo es el exceso. Estamos poseídos por la idea de que siempre es mejor sumar, almacenar, acaparar y conquistar, la idea de que más es mejor. Y claro, ignorantes y obedientes como somos, nos abandonamos a la inercia que nos empuja a buscar siempre más de todo, a complejizar las cosas y saturarlas.
Hay exceso de opciones, de opiniones, de propuestas, de metodologías, de bienes y servicios, de planes, de relaciones, de fotografías, de redes sociales, de cosas buenas y malas y sobre todo de información. Desde que abrimos los ojos en la mañana somos bombardeados por microtextos e imágenes. Cientos de escuelas de psicoterapia nos enseñan 100 maneras diferentes de vivir. 50 autores vuelven angustiosa la experiencia de ser madre. Las 300 religiones que conforman el sincretismo de nuestra época hacen una sopa indigesta de cielos, infiernos, sistemas morales y reencarnaciones. Las noticias dan cuenta del vértigo insufrible de los gobiernos y sistemas económicos. Todo crece, prolifera, se diversifica e informa.
Pero en lugar de ser más plenos, felices y abundantes, vivimos afanados, confundidos, desatentos, angustiados, agotados, deprimidos, frustrados, procrastinados, paralizados y finalmente abrumados y carentes de sentido. La indigestión podría ser una buena imagen para traducir el estado general de nuestra salud mental y el tono existencial de nuestras almas esclavizadas por la ley de la suma.
Por eso los mensajes se han vuelto ruido confuso, las redes sociales son una nueva forma de soledad y el exceso de información el correlato de una profunda ignorancia de lo que vale la pena y de lo que no. Por eso abundan los encuentros pero escasea el amor.
Todo lo anterior sucede por una franca y básica omisión: mientras el dogma sagrado de la era de la información es producir e informar cada día más, nuestra capacidad de pensar, sentir y hacer es limitada. Desconocemos que la información consume atención y que un exceso de la primera implica un déficit de la segunda. Y desconocer ese límite nos vuelve torpes y yo agregaría que necios y estúpidos.
No podemos conocer todo lo que sucede a nuestro alrededor, ser los 25 modelos de madre que proponen las diferentes escuelas de crianza, ser adictos a las redes sociales sin sacrificar las relaciones significativas y, esto es lo más importante, no podemos lanzarnos a la deriva de las corrientes de información que llegan de todos lados sin perdernos, porque la verdad es que sin nosotros y nuestro criterio llevan a ninguna parte.
Es importante recordar que las experiencias más potentes, conmovedoras y profundas no son las que nos desbordan sino las que se dan en la simpleza de las cosas esenciales. El exceso, aunque suene paradójico, nos resta plenitud.
Por eso propongo recuperar el adagio popular “menos es más”. Los invito a que aprendan a escoger, sustraer y simplificar. Hoy lo más importante no es lo que se hace, sino lo que se deja de hacer: saber qué dejar de lado, cuándo seguir de largo, aprender a renunciar y desarrollar el poder de no hacer. Recuerde que si la vida no es simple, las experiencias carecen de vitalidad.
Propongo esta nueva competencia, la de sustraer, restar y simplificar, como la decisiva para sobrevivir y resistir en una época en que la información terminó por consumirnos, al menos nuestro tiempo, nuestra atención y nuestra felicidad. Imponerse la disciplina de sustraer para apostarle a lo significativo es la única forma de no extraviarse en las encrucijadas de la era de la información.
[email protected]