Mayo: transformación y regeneración

Mayo es un mes que me sabe a despedida; tal vez, incluso, a transformación. Aunque transformar no sea un sabor, pero sí el paso inherente de la vida a la muerte, y el recordatorio más tangible de la impermanencia.

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Un 10 de mayo murió mi papá, Luis Antonio Mosquera Copete, un día sin aviso; como quien llega en 10 segundos a la meta de los 100 metros planos. Así mi papá dejó de estar acá, de ser tangible para mis manos, de ser olor, esa mezcla salada que sentía cada vez que le daba un beso en la frente; dejó de ser el grito de gooooooooool que se escucha en toda la cuadra; dejó de ser esa mirada, que es también la mía; y pasó a ser el recuerdo de las últimas palabras que le dije en cuidados intensivos, agarrándole las manos frías; y esa sensación de impotencia al no poder hacer nada para que siguiera acá. Yo tenía 19 años. Al día siguiente (sábado, un día antes del día de la madre), una vecina nos preguntó por la ventana: “¿Cómo sigue el papá?”, y yo le respondí: “Se murió”, mientras caminaba con mi mamá a tomar un taxi para ir a la sala de velación.

Un 17 de mayo murió mi mamá, Amparo del Socorro Restrepo Hernández, esta vez no fue del todo sin aviso, el cáncer había llegado a ese lugar de no retorno. Una semana antes, había sido el día de la madre. Ese domingo, el día estuvo particularmente soleado, y el día anterior acordamos con mis hermanos que todos iríamos a visitarla al apartamento, incluidos todos los nietos. Nosotros sabíamos que era una despedida, aunque no lo hubiéramos mencionado.

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Con mi mamá la muerte fue un proceso distinto, fue una clase maestra de cómo ella (la muerte) se acerca poco a poco, se queda ahí sentada en la sala como una visita sin afán, no es precisamente incómoda, pero sí particularmente dolorosa, y en ese dolor hay un momento de natural aceptación de ese tránsito de estar vivo a simplemente ya no estar más. Yo tenía 38 años.

A mi mamá la pude abrazar después de esa última exhalación, y quedarme acostada con ella mientras todavía su cuerpo conservaba el calor, y su olor era su olor, una forma de aferrarme a la vida que ya se había transformado.

Hoy veo sus fotos y me parece que está acá a una llamada, a una visita, a unos fríjoles con chicharrón el domingo. A mi papá lo siento más lejano, creo que es el paso del tiempo y los casi 22 años sin él. Mi mamá es una ausencia distinta, tal vez porque este 17 de mayo serán 3 años de su partida, y es difícil acentuar el tiempo en el corazón.

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Es también muy especial cómo se transforman las conversaciones con los padres cuando ya no están físicamente, pero siguen estando dentro de uno. Es distinta la compañía, pero definitivamente siguen habitando un lugar sin tiempo ni geografía que sólo nosotros, los huérfanos, conocemos.

Mayo ha sido mi mes Maestro, también el tiempo de la regeneración como me dijo una vez Laura una amiga, y esa expresión se quedó en mi memoria, porque es una forma de abrazar la transformación.

Mayo también se escribe con M de Memoria, elijo la memoria que pasa por el corazón y me enseña a abrazar esa otra M que produce temor: M de muerte que también, es el abrazo de la vida.

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