Hay tres palabras que resuenan en la literatura colombiana: Manuel Mejía Vallejo. Y este año de su aniversario número cien nos volvemos a encontrar con su obra y esa luz que ilumina caminos.
Hay personalidades que son avasalladoras. Manuel Mejía Vallejo no solo tenía el don de la palabra, hablada y escrita, sino que su figura tenía la capacidad de irradiar una fuerza difícil de ignorar.
Desde hace dos años comenzó a hablarse de él con una pregunta fundamental: ¿cómo celebrar esa vida tan rica, esa entrega a la literatura, a su familia, a sus amigos, lectores y alumnos? ¿Cómo honrar su nacimiento y su andadura?
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Nuevas ediciones de sus libros, una subasta de arte y una carpeta con obras gráficas numeradas para financiar el proyecto; exposiciones, conciertos, charlas y encuentros académicos en torno a su legado; lecturas en colegios y universidades, en fin, tantas y tantas posibilidades para un aniversario que significa el encuentro con un autor que desde la región encontró la universalidad. Un autor que amaba la música, que disfrutaba la canción hecha de boleros y tangos que cantaba animado por un buen ron y acompañado por su esposa, la arquitecta Dora Luz Echeverría, y por su suegra, la artista Dora Ramírez, por tanto, habría que hacer, también, un check list de sus composiciones preferidas para conocer otra de sus facetas. ¿Qué vigencia tiene su obra? ¿Por qué su voz con “agudeza de flecha”, para usar una de las expresiones leídas en uno de sus cuentos, sigue atravesando el viento?
No se trata de personajes del pasado. No. Cuando se leen los relatos de Manuel hay una sensación extraña, como si los seres que habitan sus páginas fueran viejos conocidos; como si aquellos acontecimientos narrados estuvieran sucediendo en estos días. Esa magia de encontrar lo universal en lo cercano es lo que ha hecho inmensa la obra de este autor que supo hablar sobre la condición humana gracias a su capacidad para escuchar y observar, lo que le permitió configurar textos hechos de protagonistas creíbles y diálogos verosímiles, como si uno participara en la conversación, como si uno los viera caminar y sintiera su respiración, su olor, gracias a sus vívidas descripciones.
Manuel siempre firmó con sus dos apellidos, Mejía Vallejo, y tuvo dos seudónimos: Naután y Candil. Nació en Jericó en 1923 y murió en El Retiro en 1998. Su infancia transcurrió en los pueblos del Suroeste antioqueño, allí se sembró la semilla, el interés por el otro y por lo otro. Sus recorridos por Venezuela, Guatemala, Honduras, El Salvador, le permitieron afinar su pluma, ahondar en el ser. Se interesó por los movimientos sociales, fue perseguido político, se horrorizó ante las dictaduras e injusticias. En algunos de sus libros da cuenta de ciertos acontecimientos que marcaron la historia política de Colombia, como la violencia bipartidista.
Su obra no es otra cosa que el reflejo de ese interés por el mundo que lo rodeó, hombres, mujeres, niños; los altos farallones, las montañas andinas y sus misterios, los ríos salvajes; algunos animales, como los pájaros de los que tanto habló y, entre ellos, los núa-núas, con su sueño de volar y la imposibilidad de hacerlo, un miedo milenario, porque, si lo hacían, podrían morir. ¿Qué temores tuvo Manuel? Sabemos que siempre supo volar sin miedo al vacío. La página en blanco, ese vacío inmenso que se pone ante el escritor, él supo llenarla con palabras aladas.
Él, Manuel, voló sobre sus propias palabras. Encontró una voz en sus novelas, sus cuentos, sus poemas. Obras que tienen un particular tejido, que son como una filigrana en la que la palabra exacta, la voz nítida de sus personajes, permiten seguir el curso de las historias, a veces tan dolorosas, a veces tan dichosas. El desplazamiento y el desarraigo, el dolor por los amores y los sueños perdidos, las tristes venganzas, el odio que confunde destinos, la penumbra de atmósferas que conmueven, la música que suena con el ritmo del corazón. Su obra, por momentos, se convierte en una tragedia con la mejor tradición de los griegos, porque, como ellos, él nos mostró lo que somos con las debilidades y fortalezas de lo humano.
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Desde una antigua casa en el centro de Medellín, que se convirtió en punto de encuentro, tal como lo fue Ziruma, su lugar amado en El Retiro, en el Oriente antioqueño; o bien desde Balandú, esa geografía imaginaria, él supo llenar su obra de símbolos que, ahora en este aniversario, se convierten en la oportunidad y el reto de estudiosos e investigadores para encontrarles nuevos sentidos y permitirnos leer a Manuel Mejía Vallejo a través de nuevas interpretaciones y hallazgos, porque él no solo habló para su tiempo, nos habla del ahora, en obras muy vigentes como El día señalado, La tierra éramos nosotros, Aire de tango o La casa de las dos palmas; o en algunos de sus cuentos, que, definitivamente se convierten en una lección de escritura por su contundencia y por esa contención que es capaz de decir mucho en pocas palabras.
Manuel cuidó la palabra y la amó. Su obra, toda, es la afirmación de esa realidad. Por eso el cuidado de cada detalle, de cada frase, de cada descripción. Fina costura de una narración impecable que conduce a sus lectores por sinuosos caminos, a veces bellos, a veces terribles, reflejando en cada relato la esencia de nuestra condición de habitantes de un mundo que nos sorprende y nos deslumbra y, muchas veces, nos deja llenos de contradicciones.
Manuel Mejía Vallejo es memoria y es también presente, los lectores que regresan sobre sus obras, y aquellos que apenas comienzan a leerlo, sabrán encontrar nuevos sentidos a este relato que no termina, porque como él mismo lo dijo, uno muere cuando lo olvidan. Y Manuel, en la celebración de este siglo de vida, está aquí.
Así lo dijo en sus relatos
“Y ese conocimiento causaba su temor: sabían cómo el momento en que tuvieran fuerza suficiente para el salto, sería también el amomento de su muerte. La cobardía, en ellos, era una forma de sabiduría”.
Del cuento Los núa-núas
“—Pues en tu mirada yo vi ese pájaro, era un turpial bien pintado y a ratos cantaba y a ratos picoteaba la fruta madura. ¿Ves cómo las miradas permanecen en los sitios mirados? Si mirás el cielo que estás mirando”.
De la novela La casa de las dos palmas
“Luchábamos por hundirnos, la vida tenía su sentido. ¿Al revés? Ir metiéndonos noches, cargarnos de recuerdos. Ahora son recuerdos, antes eran vida, se viene al mundo a llenarse de vainas queribles…”.
De la novela Aire de tango
“—¿Para qué nace uno? —Pudo haber pensado. Eran suyos cerros y montañas, vientos y neblinas; fueron suyos la tempestad y el sosiego de las cosas permanentes. Fue suyo el sentimiento de cumplir un deber egoísta”.
Del cuento El espantapájaros