Un recuerdo de infancia puede traerla de regreso, aunque sea por un instante.
A menudo llovía en las mañanas y a ti te gustaba mirarte los zapatos mientras caminabas. Te parecían lindos con esa manzanita roja, que les daba vida a pesar de su color de hueso. Ella siempre te llevaba de la mano, te gustaba caminar a su lado y conversar e imaginar juntas la vida dentro de las casas. Llevabas un paraguas transparente y, en tu maletín, un libro de Pinocho marcado con tu nombre. Esa eras tú a los cuatro años. Sabías que no estabas sola.
Hoy, casi cuarenta años después de ese momento, regresas a él porque en ese recuerdo está todo lo que extrañas: la certeza de que ella siempre estaría contigo.
Cierras los ojos e intentas escuchar su voz, percibir su olor. Te asusta descubrir que en la distancia todo empieza a diluirse. De repente, tu memoria trae de regreso el tacto de sus manos entre las tuyas. Y cierras el puño, lo aprietas fuerte, como si así lograras proteger del vacío a este recuerdo.
Piensas, entonces, que no es cierto eso de que las personas que queremos permanecen aquí para siempre. ¿Cuántas veces has tenido el impulso de llamarla como lo hacías cada noche? ¿A quién le pides una oración cuando necesitas que algo salga bien?
Con los años has empezado a buscarla en ti. Insistes en encontrarla porque cómo no querer ser esa señora que era una experta en querer y en dar regalos, que cosía por las tardes, que conversaba con los pájaros. Que contó entre sus mejores amigos a un copetón pequeñito que la visitaba todos los días a las cinco de la tarde y terminó enterrado en el patio de la casa, metido en una cajita de gelatina para que su cuerpo no tocara la tierra como si fuera un N.N.
Son las cuatro. Regresas a tu labor, esa que fue interrumpida por el recuerdo de aquella mañana lluviosa de camino a la escuela. Ensartas la aguja sin vacilar. Logras una, dos puntadas. Suspiras y te dices “aquí está”. Ahora tú también coses por las tardes.