Opinión / Humo veloz. José Gabriel Baena
Los ensayos sobre antroposofía que ha venido publicando este periódico nos han remitido a la rompedora revista “Planeta” que dirigían los franceses Pawells y Bergier en los años sesentas, de la cual pocos ejemplares llegaban a Medellín. Allí se desvelaban estos asuntos, aunque a veces algún comentarista de la parroquia calificaba su lectura de “pecado mortal” cuando el Índice de Libros Prohibidos ya había sido abolido. Y nos desovillaron los recuerdos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UPB, en La Playa. Los conceptos antroposóficos del cuerpo, el alma, el espíritu, se emparentan no muy lejos con la doctrina de Heidegger sobre el lenguaje como hogar, casita amorosa del ser. En las cartillas de lectura de los abuelos se tenía percepción latente de estas cosas, y sobre ello educaban a los niños en materias hoy desaparecidas como Sintaxis y Prosodia. De amarillos volúmenes de Ragucci, Sánz, Quintana, Scartín, evoquemos sumando y con-jugando:
La Palabra refleja nuestra vida interior, la intimidad de nuestra conciencia: es parte de nosotros mismos que sigue los pasajes del espíritu; vigorosa y noble si hay vigor y nobleza en nuestras almas, pero también inexpresiva y grosera cuando hay tosquedad y pobreza en ideas y sentimientos. Debe nuestro lenguaje ser tan pulcro como el traje y la persona, una baja palabra que pronunciemos hará ver nuestro rostro embadurnado y nuestra ropa llena de manchas. Una persona fina y bien educada se abstiene de usar blasfemias delante de nadie. El lenguaje sucio es un delito moral contra la familia y la sociedad. Los niños aprenden fácilmente malos modales y formas de hablar y los utilizan en sus conversaciones con el lujo desvergonzado de mujeres y hombres sin pudor. Guárdense los infantes de repetir expresiones soeces y aten sus lenguas. Un niño honesto y honrado no proferirá expresiones indecorosas en la vía pública. Sólo lo hacen los locos, ebrios y gentes de pésima educación.
Se debe respetar al pueblo en la personalidad de los transeúntes, nacionales y extranjeros que nos visitan y escuchan, ya que pueden estos últimos juzgarnos por desfachatez o insolencia. Hablemos con idioma que siembre bienes, y si no queremos hacerlo por nosotros mismos que sea por los demás, por dignidad y respeto. Pero a todas luces, debemos decirlo, proliferan en nuestros días de tercio del siglo 20 los vocablos extranjeros en cartas de restaurante y multitud de negocios, abreviaturas, palabras recortadas en sus publicidades. Si nuestro idioma de origen en la ancha Castilla es tan sonoro, a qué fingir que se parte la cabeza ideando expresiones compuestas de origen no explorable, y deplorables. A qué eliminar la elegancia de nuestras palabras que hoy pretenden burlar como antiguallas. Y si nos aferramos a lo nuestro ¿por qué decir “pa” en vez de “para”, “pónde” en vez de “para donde”, que tan bien suenan? ¿Acaso no son bellas y suaves estas expresiones: “Házme el favor”, “díme quién era ella”, “toma este pan”, “vino la leche”?
Generaciones futuras nos juzgarán por el crisol abundante o reseco que les dejemos en materia de fortunas terrenas o del ser. Apuntemos y pongámosle puntillas en cartelera a nuestro empeño de impedir que se generalicen las voces o giros malsonantes que usan los muchachos y la gente de baja estofa, esta última creada lastimosamente por las desgracias sociales. Bendigamos pues nos ha cabido la suerte de tener por idioma el lenguaje más armonioso y expresivo que los hombres han formado, rico tesoro es la lengua castellana y ese tesoro es un procomún del que podemos hacer uso todos. Debemos por tanto velar por su pureza y dignidad como velaban los latinos por el fuego sagrado de las doncellas romanas.
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Lenguaje, casita del ser
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