Entre 1941 y 2020 Estados Unidos ha tenido cinco guerras. En este mismo lapso, Colombia solo ha tenido una guerra con otro país. Nos hemos matado entre nosotros.
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La histórica foto de aquel marinero besando a una muchacha casual -que se dobla pletórica de dicha entre sus brazos-, nos refleja el ambiente que se vivía en Nueva York el día en que el presidente Truman anunció al mundo la rendición de Japón. Por fin terminaba la Segunda Guerra Mundial.
Tres meses atrás, en mayo de 1945, Alemania se había rendido a los ejércitos Aliados. El Tercer Reich, que duraría 1.000 años según lo anticipado por el nacionalsocialismo, llegaba a su fin solo doce años después del ascenso de Hitler al poder (y después de cincuenta millones de muertos).
Ahora los soldados americanos iniciaban su regreso a casa. Allí los esperaba un país exultante de orgullo y de confianza en sí mismo: la nación entera se preparaba para recibir a sus héroes.
Por contraste, en esta guerra nuestra de tantos años nunca hemos tenido emociones parecidas: ha sido una guerra sin victoria. Y sin final. Una guerra que, como lo hemos visto con consternación y asco, degrada y envilece a los participantes: a la guerrilla, a los paramilitares y a aquellos miembros del ejército que decidieron aliarse con el paramilitarismo. En ese sentido, los victimarios también han sido víctimas.
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Entre 1941 y 2020 los Estados Unidos han tenido cinco guerras internacionales (la Segunda Guerra Mundial, Corea, Vietnam, Afganistán e Irak). En este mismo lapso, con excepción de la guerra de Corea, en la cual participamos, Colombia no ha tenido guerras con ningún otro país: nos hemos limitado a matarnos entre nosotros.
Estados Unidos en todas aquellas guerras tuvo 507.000 muertos. Colombia, solo en la llamada Violencia (1948-1958), acumuló 200.000. En los años sesenta esa Violencia sufrió una mutación y se convirtió en una guerra subversiva (que cambió luego a narcosubversiva); la nueva violencia derivó en cambios en la estructura de la propiedad rural (desplazó del campo a más de 8 millones de personas), y ha sido la causa de más de 340.000 muertes (incluidas personas desaparecidas). Y de más de 4.200 masacres.
Esa es la guerra nuestra. Una guerra que no termina, que no se apaga, que se prolonga, que se multiplica, que renace, que se aviva, que se riega, que se transforma, que se adapta, que se recicla, que se expande, que nos corrompe, que no se acaba, que no se acaba, maldita sea. Parece que va por otros cien años. Nada indica que los “civiles” que la atizan estén dispuestos a algo diferente de continuar alimentándola.
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