Los audífonos de Cristóbal

Supe que si algo le debía enseñar es que lo único constante en la vida es el cambio. Y que la vida no tiene ganadores ni perdedores; tiene jugadores. La vida es un juego sin fin.

Me acomodé en la silla del avión. Era un vuelo largo y esta noche no abrazaría ese cuerpito que todos los días llega en la madrugada a nuestra cama. Siempre anticipamos la llegada de Cristóbal cuando oímos sus pasitos acelerados por el corredor.

La auxiliar del vuelo me preguntó si quería audífonos. Yo cargaba los míos, pero cuando los vi recordé a Cristóbal en Santa Marta, jugando con los que le habían dado aquella vez.

Sí. Gracias.
Se los voy a traer a Cristóbal de vuelta. Pensé.
La imagen de mi hijo de cuatro años vino a mi mente. Tenía los audífonos rojos. Solo oía lo que yo quería. Y veía el mundo como yo muchas veces quería que lo viera…

Vaya responsabilidad. ¿Hasta cuándo podría controlar los mensajes que recibirían mis hijos de la vida?
No ha sido un año fácil y Cristóbal lo sabe. Lo siente. Por eso quizás está tan apegado a las cosas que cree seguras: las personas que lo cuidan, sus amiguitos del jardín, hasta a algunas prendas de vestir.

“Es que tú no entiendes, mami. Yo todavía me demoro para ir al colegio porque me encanta el jardín”, me dijo un día. Y fue ahí cuando supe que si algo le debía enseñar es que lo único constante en la vida es el cambio. Y que la vida no tiene ganadores ni perdedores; tiene jugadores. La vida es un juego sin fin, un juego donde solo juegan los que se adaptan.

Le hablé de los ciclos, de las etapas, de soltar… Le hablé sobre un tema al cual me enfrento todos los días y pensé que a veces bien, a veces mal, al menos le podía compartir mis herramientas. Mis mantras.

Cerré mis ojos. Ya todo el mundo dormía en el avión. Puse mis pies planos sobre el suelo. Sentí la vibración y tratando de estar tranquila, intenté revivir la escena del domingo pasado en la mañana. Cristóbal y yo, sentados en el deck, con los pies descalzos sobre la manga tratando de meditar. Inhalé… exhalé y sonreí.

Por: Juliana Echeverri Gutiérrez / [email protected]

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