La última sonrisa

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La última sonrisa

Mi papá era perfecto, al menos para mí. Cariñoso, culto, pulcro, no hablaba mal de nadie; de humor fino y oportuno, y una aguda inteligencia de radar a la que no escapaba ninguno de los pasos de sus hijos.

No es porque esté muerto, pero todos lo querían, familia, amigos y empleados, y celebraban sus apuntes.


Luz María Montoya Hoyos I Periodista I La última sonrisa I Fotografía de Luis Carlos Montoya R. (1952)

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Nunca se enojó, con excepción de las dos o tres veces en las cuales mis hermanos Luis y Jorge, con su necedad en la banca trasera del Chevrolet 53, lo sacaron de casillas mientras manejaba. Verlo bravo era un acontecimiento. Paraba el carro en seco, soltaba la mano derecha de la cabrilla, volteaba amenazante, ponía el brazo en el espaldar de su banca y pelaba enteros los dientes grandes, marfiles y parejos: “¡Te pego un lapo carajete y te volteo el mascadero!”. Silencio absoluto y risas contenidas. Era la ira de Dios la ira paterna, pero jamás lo vi pegar un lapo y mucho menos voltear un mascadero. Cinco minutos después todo estaba en el olvido, en apariencia, porque aún hoy no hay reunión familiar en la que no salga a flote entre carcajadas aquel insulto sorprendente en medio de tanta compostura.

Me decía Bulindulés-Belinchu-Polu-Polulés, una retahíla con la que expresaba su amor por la niña de la casa, la consentida, ese pozo de pucheros que no soltaba la falda materna ni la mano del “dotol-papá”, ni sus cinco almohaditas de plumas, las únicas capaces de quitar dolores de muela, de oído o de barriga.

Empezó a derrumbarse de a poquitos o, mejor, de a mucho, y con él, mi mundo. Un intempestivo bloqueo cardíaco partió mi niñez en dos. Aquel protector al que jamás le había dado ni una gripa, de repente cayó al piso cuan largo era.

Aterrorizada, desde la habitación contigua lo oí pedir perdón “por todo lo malo que les he hecho”. ¡Si jamás nos hizo nada! Escondida, lo vi recibir los Santos Óleos y alejarse en la ambulancia, llevándose de paso a mi madre a una larga hospitalización, en la que para siempre dejé de ser el centro de atención de aquella casa. 

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Pero no murió entonces. Tras varios bloqueos cardíacos y las respectivas depresiones, cuatro marcapasos, un número indefinido de hospitalizaciones, tres aplicaciones más de los Santos Óleos, otras salidas en ambulancia, la pérdida paulatina de la visión, el movimiento, la brillantez y la alegría, expiró dieciséis años después, un sábado 16 de agosto. 

Cuando el reloj de la iglesia de San Joaquín daba las nueve campanadas de esa hora de la noche, mi papá extendió al máximo los delineados labios y dejó ver por última vez los dientes. Ochenta años y todavía bellos. Ese piano marfil de su rictus postrero, que me recordaba al gato cínico y risueño de Alicia en el país de las maravillas, aún me intriga y me atemoriza. No era el gesto de ira de “¡te pego un lapo carajete!”, no era la risa de sus momentos de humor; era, me aseguró un médico, el reflejo ocasionado por las descargas que el marcapasos daba a su corazón. No lo dejaba morir. Esa noche, cada vez que su corazón dejaba de latir, el efectivo aparato le pasaba un corrientazo tan fuerte que su torso se incorporaba leve e involuntariamente de la cama. Fue una agonía lenta y dolorosa. 

No fui a la velación. Yo, que era tan llevada de mi parecer, hice caso al descabellado argumento de una vecina, según el cual, a mis seis meses de embarazo, el frío del cadáver podía hacerle daño al bebé. Me fui a la cama y no dormí, culpándome por estar lejana la última noche que podía estar con él.

Recuerdo al otro día, a la salida de la misa, el ataúd en el atrio y la consciencia de que jamás volvería a verlo. Discretamente me arrimé a la caja. Hacía mucho sol y el calor del mediodía había corrido la base de su cara, aplicada por los empleados de la funeraria. Era extraño. Jamás lo había visto maquillado. Tampoco muerto, con excepción de la víspera.

Quería eternizar ese momento, ese retrato, esa última mirada, pero una vez más alguien se creyó con derecho a decidir por una mujer embarazada y cerró de manera abrupta la ventanita del ataúd cuando apenas empezaba a mirarlo. Han pasado veintiocho años y todavía lamento no haberlo podido observar un minuto más.

En noches de insomnio, aquel misterioso rictus de su muerte suele volver a la memoria. ¿Fue dolor? ¿Fue un simple reflejo? Sigo preguntándome qué sintió en ese momento y qué sintieron años después mi mamá y mi hermana, a quienes también vi irse, mirándome sin mirarme. Me hago entonces una pregunta ociosa: qué sentiré cuando llegue aquella hora ineludible… si el día de la desconocida cita intuiré lo que me espera y me invadirá una desazón inexplicable, o si, por el contrario, me levantaré, me bañaré, me vestiré y tomaré un tinto, como si fuera hoy, como si fuera siempre. Es cuando surge del olvido, a manera de respuesta, un viejo verso del poeta Carlos Mazo: 

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“Secretos del arcano profundo
que de rasgarse fueran
todo el dolor del mundo”.

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