Luz María Montoya Hoyos
“Es solo una siesta”, insistía mi hermano cuando faltaban cinco horas para que mamá muriera. Quería darle frutas pero ella solo juntaba sus labios para sentir la humedad de una mota de algodón que yo ponía sobre su boca.
La verdad es que se estaba muriendo desde que yo era niña. No tenía más de cuatro años cuando la había visto agonizar en Junín varias veces, luego de disfrutar un buñuelo en Fuente Azul. No eran del tamaño de una bola de ping pong, como los de hoy. Eran como una pelota de tenis que mi mamá consumía entera pero de a poquitos, como el que comete un suicidio lento para ser consciente de que se está yendo.
Tres minutos después de salir de Fuente Azul, mi paraíso en forma de helado empezaba a derretirse. El paso ligero de mamá se ponía lento y su leve quejido auguraba minutos aciagos. El sudor frío de su mano y un casi inaudible “me voy a morir” lo confirmaban. Mientras tanto yo, que solo estaba atada a este mundo por su mano, también agonizaba a mi manera, con la angustia del que está próximo a quedar huérfano en el territorio más ajeno de su pequeño mundo: Junín.
Desde mi escaso metro de estatura la miraba con horror. Pálida y sudando frío, ella interrumpía sus pasos y fijaba lejos su mirada. Me imaginaba que pronto se desvanecería y yo quedaría allí, sola para siempre. Cuando mi sufrimiento, que crecía a la par con su maluquera, parecía no dar más, empezaba la mejoría que, por fortuna, daba tregua para regresar al Parque Bolívar, donde estaba el Chevrolet 53 azul cielo, y llegar a la casa, mi único terreno conocido. Poco después todo volvía a la normalidad y mi madre, con la jocosidad de siempre, decía que el día que quisiera suicidarse solo tendría que comerse varios buñuelos. La muy chistosa. Qué lejos estaba de imaginar que los buñuelos eran más dañinos para mi alma que para su estómago. La muy irresponsable, que a sabiendas de su intolerancia por esas bolas fritas de queso, maizena y huevos, jamás renunciaba a ellas aunque viera la luz al final del túnel.
No se murió en Junín, y tampoco cuando yo estaba niña, como lo sentenciaban las predicciones que no faltaban ningún 31 de diciembre: “Aprovechen que este es el último 31 que su papá y yo estamos vivos”.
¡Cómo le temía yo a este momento! No sabía aún leer cuando ya había inventado una oración que pronunciaba todos los días mientras me bañaba: “Que mi papá y mi mamá me duren muchos años llenos de buena salud”. La interioricé tanto, que dos semanas antes de morirse mi mamá me sorprendí en la ducha: “Que mi papá y mi mamá me duren muchos años llenos de buena salud…”. ¡Como si mi papá no llevara 23 años de muerto y yo varias semanas pidiéndole a Dios que liberara a mi mamá de esa cárcel de dolor que era su cuerpo!
Cinco días antes de morirse, a mis rezos sumé un ritual que me enseñó una médica no convencional. Atribuyó al apego el que en su estado mamá continuara con vida, y recomendó una práctica oriental, la “Restitución”, para ayudar a desprenderse, tanto al enfermo como a sus familiares. Varias veces al día durante esa semana seguí al pie de la letra sus indicaciones: envolvía mentalmente a mi mamá en una nube naranja, la ponía en cada uno de los vientres, corazones y cabezas de sus hijos, y luego la subía al cielo en la misma nube, de la que salían dos hilos de plata que la unían a su cabeza y a su corazón terrenales hasta que Dios decidiera cortarlos definitivamente. Era la manera de decirle que se podía morir tranquila pues la llevaríamos siempre con nosotros. Complementaba el ritual diciéndole al oído y con mucho amor una retahíla de medias verdades, aquello de que todos estábamos muy bien, y me adelantaba a sus posibles dudas asegurándole que nos podía ayudar más desde el cielo que desde la silla de ruedas. Luego le hacía la lista de los muertos queridos que la estaban esperando, como quien anima al que no quiere ir a un paseo, mientras le mostraba el portarretratos plateado que enmarcaba a mi papá joven y sonriente, y se lo acercaba para que le diera un beso.
Casualidad o no, muy pronto mi mamá murió. No era la primera vez que la veíamos de partida, pues en los últimos años, y sin la intercesión de los buñuelos, habíamos hecho el duelo más de una vez, sin embargo, fiel a su terquedad, tomaba de nuevo fuerzas, así no pesara más de 30 kilos y no pudiera cargar más que dos dados de parqués.
Pero esta vez no se repuso. En sus últimos segundos de vida, cuando ya era evidente que la hora estaba próxima, me pegué a su brazo y lloré desconsolada. No era la mujer madura la que lloraba, era la misma niña de Junín que veía convertirse en realidad su pesadilla: su mamá se moría y la dejaba para siempre.