Entrenar el arte de saber estar solos está en proporción directa con el disfrute de estar acompañados. A más, más, y a menos, menos. Parece una contradicción que la sabiduría relacional esté firmemente amarrada al goce de la soledad. Es precisamente en ese columpio entre la absoluta y placentera soledad y el bullicio entretenido de familia, amigos, vecinos, compañeros de estudio y trabajo, que algo mágico parece surgir, porque pasamos con soltura del uno al nosotros, para seguir creciendo en armonía social y potente autocuidado.
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Sucede, entonces, algo similar a lo experimentado al salir de viaje, donde parece que abandonamos a los nuestros y lo que realmente ocurre es que regresamos mejores seres humanos, más sabios y compasivos. De allí surge el dicho acerca de que nunca regresa el mismo que partió.
Esa luz destellante que viene de adentro se cocina en ratos de absoluta oscuridad, donde no hay que tenerle miedo a la tristeza, la nostalgia, la melancolía, el desánimo, porque también son ingredientes del humano vivir. Imposible no rememorar a Comte Sponville en La felicidad desesperadamente, donde nos insiste en esa felicidad auténtica, en directa proporción con lo verdadero y lejos de las mentiras, las excesivas ilusiones o los olvidos, centrada más bien en la sabiduría cotidiana, sin demasiadas pretensiones.
Aparece entonces esa bella palabra: ataraxia, como suma de fortaleza y calma, como equilibrio y tranquilidad del alma, para ayudarnos a revalorizar la maltratada soledad y dejar de asociarla con dolor, que es la misma simplista y pobre asociación entre compañía y alegre felicidad. Ni lo uno ni lo otro, porque venimos en combo y somos la simbiosis de todas nuestras luces y sombras, talentos y pasiones, posibilidades y contradicciones. Es muy extraño y sospechoso cuando la infelicidad, la desilusión, ojalá temporales, no son abrazadaS cuando llegan, porque también nos constituyen, son naturales, legitimas y auténticas. Saber vivir bien y de manera natural es también manejar con sabiduría la angustia y la insatisfacción.
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Es cuestión de irnos entrenando en el disfrute y el aprovechamiento del estar solos para el goce del encuentro con los otros. Esos mundos son complementarios e interdependientes. Es en ese silencio de la deliciosa soledad donde se reconoce lo que tenemos para ofrecer a los otros y a nosotros. No es fácil huir a ratos y con plena conciencia del ruido externo; pero si aprendemos a disponer de buenas herramientas para el disfrute de la soledad, el resultado será toda una moñona, una mayor plenitud física, emocional, intelectual, psíquica, espiritual y, por supuesto, también social.
La autoestima y responsabilidad por nosotros mismos nace, crece y se desarrolla en lo más íntimo de nuestra subjetividad para poder salir a iluminar el mundo de los otros. Nos observamos en quietud y también logramos hacerlo en movimiento para reconocer los límites y también las posibilidades para el encuentro lúcido y placentero con otras personas.
No hacer nada, absolutamente nada, a ratos, para recuperar el aliento y poner el foco en lo primordial es entonces una buena práctica del buen vivir. Todos sin distinción necesitamos estar bien solos a ratos, para recomponernos, querernos, perdonarnos, aclararnos.
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