José Julián Villa, perteneciente a Música Corriente, cuenta que con unos amigos músicos que habían heredado la vivienda con el patio central lleno de plantas, garaje, numerosas habitaciones, dos mezzanines, piso de mosaico y un solar convertido en bodega, acordaron compartir los gastos de sostenimiento y confluir no solo en una sede de trabajo sino en un lugar “abierto a la discusión y a la conversación”, como dice José.
Por eso, en vez de muebles, porcelanas o repisas, las primeras habitaciones están llenas de cuadros de Kike Lalinde, el patio tiene cuernos, un totumo, anturios y otras plantas bien cuidadas, la cocina ahora tiene una barra y una nevera llena de cervezas y la bodega, antes para guardar máquinas de confección, ahora tiene equipos de amplificación de sonido, atriles, batería y escenario firme de madera.
“Generalmente los viernes hay conciertos, cada mes cambian las exposiciones entonces abrimos de miércoles a sábados para que la gente entre y conozca la casa. Buscamos ocupar el espacio con cosas interesantes que procuran cultura y su naturaleza es que haya actividades que se van asentando en el tiempo”, menciona el músico. También tienen conversatorios, talleres y actividades asociadas con eventos de ciudad, como el Festival Gabriel García Márquez, que realizó esta semana un taller de fotoperiodismo con el español Samuel Aranda
.
“Para nosotros es muy importante la programación porque creemos que tener varias disciplinas en una casa permite que unas ayuden a las otras: cuando hay un concierto los asistentes deben pasar por la exposición, por ejemplo. Gran parte del éxito está la capacidad que tiene la casa de tener tres o cuatro cosas en una misma noche”, destaca el músico.
Las diez personas que normalmente trabajan allí han tenido que cambiar su vida. “El tiempo escasea un montón, la casa desbordó la capacidad de trabajo de los tres entes”. Recuerda que hasta hace poco “había días en que el que trapeaba era el que tenía que vender obras de arte y más tarde tocar en un concierto”, pero ahora pueden procurarse dos empleados que ayuden con esas tareas “de las que sabíamos poco, mucho o nada. Regalábamos la cerveza y eso no se puede”, dice José riendo.
Y todo este proceso de los primeros meses ya tiene una certeza: “Las intenciones de las instituciones se alinean con la casa. Tenemos muchos proyectos, pero el primero es comprar la casa. La posibilidad de hacerlo nos quita el sueño a diez personas, pero estamos acostumbrados a este tipo de sueños: hacemos discos, pintamos cuadros, este es un imposible más que ya sabemos torear”.
En esa línea, José sueña que estudiantes visiten la casa para aprender de música, fotografía, arte o crónica. “La idea también es que la casa sea mucho más amable económicamente con los músicos y que procuremos que haya una educación con la compra de arte”, complementa él.
Estos meses no solo han hecho que los nuevos inquilinos tengan una relación estrecha con las habitaciones y la esencia de la casa, sino con el sector que rastrearon en el pasado y encontraron que fue un punto de encuentro, de celebración, de arte y de vivencias parecidas a las que hoy ofrecen.
“Ha cambiado nuestra relación frente a la ciudad: tener al Centro haciendo parte del diario a mí me ha generado una responsabilidad más amplia por conocer su situación y saber qué tanto puedo hacer por ayudar. Uno puede sentir un embeleco por el Centro el resto de la vida”, señala José.