La oficina de los espejos rotos

En algún rincón del décimo piso, justo detrás del dispensador de café que siempre gotea, se escuchó una risa. Una de esas que te hielan un poco, porque no sabes si es de alegría o de desesperación. Allí estaba Marta, con el celular en la mano, buscando una respuesta entre las notificaciones y los correos sin leer. Alguien preguntó si estaba bien, y ella, con una sonrisa tan ensayada como las presentaciones de PowerPoint, dijo que sí. Siempre estamos “bien”. Pero, ¿cuántas veces ese “bien” es un código Morse para decir “ayuda”?

El mundo empresarial tiene su propio diccionario, uno en el que palabras como “vulnerabilidad” suena más a virus que a virtud. Nos enseñan a proyectar fortaleza, a hablar de soluciones y nunca de problemas, a dar respuestas más que a hacer preguntas, a llevar el traje de la autosuficiencia, incluso, cuando por dentro estamos deshilachados.

Pero ahí, entre reuniones y fechas de entregas de tareas, algo empieza a crujir. Porque el éxito, ese tótem al que rendimos culto, puede ser un espejismo si no llevamos con nosotros el equipaje esencial: el de conocernos, enfrentarnos, aceptarnos y trabajarnos.

Tuve un jefe de origen libanés que siempre me preguntaba: -¿ustedes los antioqueños por qué siempre responden “bien” cuando uno les pregunta cómo están?-. Se pueden estar muriendo como Marta detrás de la máquina de café y responden “bien”. A veces, preguntar varias veces ¿cómo estás?, ¿cómo te sientes?, ¿qué sientes? ayuda a romper ese cascarón y esa grieta puede salvar vidas.

La clave es poderse abrir, tener a quien contarle tal cual se está, pues hablando con otro se encuentra la voz interna que muchas veces no somos capaces de oír y a continuación voy a dejar tres ideas que, aunque las oímos por todos lados, no sobra volver a insistir, así como mi jefe libanés, vuelvo y pregunto, ¿cómo estás?

La terapia: un contrato con el silencio

El terapeuta, ese desconocido que te invita a sentarte frente a él en una silla vacía, no es un mago ni un salvador. Es más parecido a un cartógrafo: te da un mapa, pero eres tú quien decide qué camino recorrer. Ir a terapia no significa que algo esté roto en ti; significa que reconoces que eres un sistema vivo, dinámico, con engranajes que necesitan ajuste. Y aquí entra lo importante: la valentía no está en no sentir miedo, sino en admitir que lo sientes.

En las oficinas, se habla de coaching, de liderazgo consciente, de meditación en grupo. Pero pocos se atreven a hablar de lo que duele, porque admitir que tienes un terapeuta aún carga un estigma, como si la mente fuera un archivo de Excel que puedes depurar sin ayuda externa. Sin embargo, es en esos espacios de escucha —no el de los aplausos en la sala de juntas, sino el de las lágrimas contenidas en un diván— donde ocurre la verdadera innovación: la de ser honesto contigo mismo.

En un momento muy difícil de la vida, otro jefe me pregunto cómo estaba, a lo que le respondí: “bien”. Él me dijo: “Ve, -seguro sintiendo en mí lo contrario a mi respuesta-, esta persona te puede ayudar” y acto seguido me compartió el teléfono de un psicólogo. Lo llamé, fui, me senté en una silla, conversé, me dio un par de cachetadas de realidad que me salvaron la vida, y hoy cada vez que lo veo (por que sigo yendo) le agradezco a mi jefe este regalo y a mi psicólogo cada conversada, pues en esos mapas que me dio encontré la luz y la fuerza para seguir en este viaje maravilloso al que llamamos vida.

La amistad como red de seguridad

Ahora bien, no todo pasa en la consulta. A veces, basta una cerveza en un bar o un mensaje inesperado de un amigo que pregunta: “¿Cómo estás, de verdad?”. Porque en este juego de espejos en que vivimos, los amigos son esas superficies que nos reflejan lo que no queremos ver, pero necesitamos. Un buen amigo no te da consejos corporativos ni respuestas rápidas; te da preguntas. Y en esas preguntas, en ese espacio compartido, sucede algo que no encuentras en los manuales de Harvard: humanidad.

Sin embargo, ni la terapia ni la amistad pueden operar en un vacío. Hay una última capa, una que suena como un cliché pero que sigue siendo la base de todo: tú. Porque abrirse y ser vulnerable no es un acto de debilidad, sino de fortaleza radical. Significa que estás dispuesto a ser visto, con tus fracturas y tus brillos, con tus victorias y tus derrotas.

La empresa más importante: uno mismo

La ironía es que en los negocios hablamos de resiliencia como si fuera una metodología más, una casilla por completar en la lista de chequeo corporativo. Pero la resiliencia, en realidad, es el arte de caer sin perder el equilibrio interno. Y ese arte no se aprende en talleres de construcción de equipos ni con lluvia de ideas, se construye en los momentos más íntimos: cuando estás frente al espejo y decides no apartar la mirada.

Estas palabras no son ni una guía ni un manifiesto. Son una invitación, tal vez un aviso para dejar de hablar del éxito como algo externo y empezar a medirlo por la calidad de nuestras conversaciones internas. Porque en el mundo de metas trimestrales e indicadores lo que realmente importa no cabe en una hoja de cálculo: cabe en la paz de saber quién eres, en la alegría de compartirlo con otros y en el coraje de pedir ayuda cuando la necesitas, de identificar esos espejos rotos y preguntar varias veces, como lo hicieron mis jefes o mis amigos, pues seguro alguien de tu equipo o de tu círculo, necesita ese pequeño empujón para abrirse y poder volver a poner cada pieza en su lugar.

En el décimo piso, el dispensador de café sigue goteando. Marta ríe otra vez, pero esta vez no con la risa que hiela. Hoy, después de meses de posponerlo, hizo su primera cita con el psicólogo. Quizás el mundo no cambie por eso, pero el suyo, al menos, empieza a moverse en la dirección correcta. Y a veces, eso es todo lo que se necesita. Se aleja con su café mientas tararea la canción de Bob Marley que dice: “dont worry, about a thing, ´cause every little thing is gonna be alright!”

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